¿Quién no ha tenido alguna vez una pecera o un acuario? o, en todo caso, ¿quién no se ha entretenido en algún estanque mirando los peces de colores? De vez en cuando hay que echarles comida y cambiarles el agua. Pues eso es exactamente lo que ocurre y ha ocurrido en la Iglesia, lo que nos ha pasado a los cristianos, lo que nos ha sucedido concretamente a nosotros. Cada cierto tiempo se cambiaba el agua en que vivíamos, un agua que más o menos siempre tenía los mismos componentes. En la segunda mitad del siglo XX, el Concilio Vaticano II —iniciado en 1959 y clausurado en 1965— supuso una inflexión en la vida de la Iglesia, un cambio de aguas, pero muchos hemos venido arrastrando una inercia en la fe y una rutina en nuestras vidas cristianas que parece vivimos de rentas de la fe y la moral acuñadas en el siglo XIX, cristalizadas en el XX, cuyas aguas, a partir del Concilio y, principalmente, del empuje de los últimos papas, han empezado a removerse, permitiéndonos salir de esa inercia y de esa rutina.
¿Significa esto que estamos mejor que antes? Habrá quien diagnostique que no, aportando un montón de datos:
• Se ha perdido el sentido de lo sagrado.
• Ha crecido un potente proceso de secularización al mismo ritmo que el de descristianización.
• En consecuencia se ha adueñado del mundo una gran crisis de fe que, en muchos casos, ha desembocado en un agudo laicismo. Los cristianos vivíamos como en una gran pecera, cuya agua había sido suministrada por seculares corrientes eclesiales. El Concilio cambió aquella agua por otras más claras y, en el cambio, se produjo una primera decantación:
• Al igual que los posos caen al fondo, muchos sacerdotes, religiosos y religiosas no encontraron su identidad y abandonaron las aguas de arriba.
• Muchos cristianos dejaron de ser practicantes porque la Iglesia ya no les decía nada; tal vez porque tampoco antes les había dicho nada o ellos no habían “escuchado” nada, viviendo a gusto en aguas estancadas…
• Las vocaciones empezaron a decaer, despoblándose seminarios y conventos.
• Por un tiempo siguió manteniéndose una pastoral de sacramentos que acabó por diluirse en ausencia de los mismos, en parte porque una generación de gentes mayores, “practicantes de toda la vida”, iba desapareciendo y, en parte también, porque las nuevas generaciones ya no estaban catequizadas ni ganas tenían de ello.
• Se dejó de bautizar a muchos niños, de hacer la primera comunión y confirmarse, de casarse por la Iglesia y, recientemente, hasta se tiene a gala “borrarse” de la Iglesia, una forma de apostasía de la fe. Y así podíamos seguir. Pero no paró ahí la cosa. Efectivamente, los Estados y la sociedad civil cobraron un nuevo protagonismo y, a su vez, “han cambiado el agua” de la forma de vida de sus propios ciudadanos, entre ellos, naturalmente, también de los cristianos inmersos en la misma sociedad, en algunos casos, como en España, introduciendo leyes, criterios y normas que chocan frontalmente con la fe y la moral. En efecto:
• Se parte de una base de pensamiento que obvia, ignora o, sin más, desprecia la ley natural, aceptando un relativismo a la carta, donde los conceptos de verdad y bien quedan supeditados al “cómo me va hoy”; aunque muchas veces sea triste constatar que los comportamientos se guíen por el volumen de hormonas o adrenalina, o que sean su consecuencia.
• Se idealiza la democracia como la mejor forma de organizar la “polis”, la urbe, de modo que ciudadano correcto es quien no depende de ataduras que impliquen ninguna dimensión transcendente del hombre. Es un nuevo “aggiornamento” o puesta al día del viejo aforismo de Marx: “la religión es el opio del pueblo”.
• Ya no se trata de poder convivir una aséptica laicidad con la religión —donde se da a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César—, sino que sólo es válido lo de “tejas para abajo”. Y hay que poner todo el énfasis en ese “sólo”, pues lo demás ni es válido, ni se le concede carta de naturaleza y tampoco es políticamente correcto. Con lo cual, si alguien mantuviera otra postura abierta a lo transcendente estaría “al margen” de la “polis” y, en todo caso, se le permitiría encerrarse en sus sacristías o, posiblemente en un futuro, sobrevivir (o no) en nuevas catacumbas.
• Es decir, la laicidad, que de por sí es químicamente pura, se convierte en un acérrimo laicismo —nada novedoso dado el carácter de “comecuras” que desde antiguo se vive periódicamente en España—, que, aunque en un principio de manera soterrada, quiere luego abrirse camino sin tantas máscaras. Y todo esto siempre con la amable etiqueta de democracia y progreso, que no parece ser ni lo uno ni lo otro.
• Nada de extraño que en este contexto, sin límites para la resucitada diosa razón y sin carriles morales, todo tenga cabida. Es decir, las prisas, por ejemplo, de sacudirse el corsé de represión sexual —que supuestamente había impuesto la Iglesia desde siempre— han desembocado en una libertad sexual omnímoda, que se va traduciendo en relaciones con quien cada cual quiera, como quiera y cuando quiera. Dando paso en seguida al divorcio y al aborto —en los primeros momentos con ciertas condiciones y más recientemente casi sin ninguna cortapisa—, a la unión de parejas de todos los colores, destruyendo previamente el concepto y realidad milenaria de matrimonio.
• Todo ello conlleva, supone o arrastra la homosexualidad, el lesbianismo, la ideología de género, por la que cada uno o cada una, independientemente de su condición de nacimiento, puede escoger el rol que mejor le cuadre, en el que le eduquen o que le impongan (hombre, mujer, homosexual, bisexual, transexual, etc.), siendo declarado “homófobo” y posible reo penal quien no esté de acuerdo.
• A ello se añade, y lo permea todo, una pretensión absolutista de imponer una determinada forma de pensar, que, durante las etapas educativas de nuestros niños, adolescentes y jóvenes, se llama Educación para la Ciudadanía, y, para todos en general, consiste en dar vida otra vez a la vieja utopía de suprimir toda religión para que el pensamiento único de los detentores del poder se convierta en la única religión, la religión del Estado, en nombre de la susodicha democracia y del cacareado progreso.
• Y no hay que equivocarse: el dios de tal religión es siempre el dinero, con todos sus comparsas y comodines de poder y placer. Todo lo que no sea rentable deja de tener carné de identidad en esta “urbe”. Todo se hace por el afán del dinero y en función del dinero: las guerras, la pugna por el petróleo, el tráfico de armas y la criminal difusión de las drogas, la trata de blancas y de otras “negras” esclavitudes —como el trabajo de niños, su prostitución, la negación de medicamentos a los países débiles y pobres, el abuso sobre la inmigración—, la hipócrita ecología de los llamados “sandías” (verdes por fuera y rojos por dentro), que olvidan que es el hombre quien tiene el señorío sobre la Tierra, animales y plantas, y no al revés.
• De nuevo el neomaltusianismo, que deniega principalmente a los más desfavorecidos e inermes el derecho a tomar parte en el banquete de la vida, y, dentro de poco, como un hito gozoso de algunos de nuestros líderes políticos, falsos demócratas y progresistas, la eutanasia, que está a la vuelta de la esquina —como un día lo estuvo el aborto y el divorcio— y que, en el fondo, hunde sus raíces en este ídolo del dios dinero: al fin de cuentas los viejos ya no engrosan ninguna cuenta. ¿Tal vez las próximas generaciones encontrarán el camino hecho para suprimir, por la misma regla de tres, a aquellas etnias o grupos de gentes que no les resulten rentables, sean incómodas o simplemente antipáticas, resucitando el nazismo? Así pues, la sociedad en que vivimos “nos ha cambiado el agua” a los cristianos. Volvamos a la pregunta de antes: ¿significa esto que estamos mejor o peor que antes? Nos encontramos con una doble respuesta:
• Hay un grupo que no acepta este cambio de aguas y, por así decir, se sale de la pecera para vivir su vida, quiero decir su fe, en la nueva pecera de la Iglesia con el agua límpida que sigue aclarándose después del Concilio. Para ellos, aunque todavía hay partículas en suspensión que obstaculizan nadar con fluidez, toda esta “revolución-remoción” de aguas, dentro y fuera de la Iglesia, les ha servido de acicate para purificarse y profundizar en su fe. Han salido de la anestesia, quizá, de siglos anteriores y han tomado nítida posición por el Evangelio, sin componendas ni apaños.
• Hay otro grupo, la gran masa de cristianos, que por inercia, indolencia o comodidad se han adaptado a esas aguas que beben y de las que filtran los nutrientes de su alimentación. Han quedado embebecidos por el entorno y, aunque no les guste la comida que les echan, tampoco le hacen ascos ni tienen reparos en convivir con todo ello, en medio de una triste flojera espiritual y deplorable acedia. Pues bien, esta gran masa de “creyentes” son objeto de la Nueva Evangelización: necesitan como agua de mayo un cambio de aguas, un encuentro vivo y personal con Jesucristo resucitado presente en la Iglesia. Necesitan impelentemente un anuncio de la salvación, de la Buena Nueva, que los saque de esa asfixia narcotizadora. Necesitan el colirio del Espíritu Santo que les limpie los apagados ojos de pez inerte y recobren la vista ante Jesús de Nazaret, como el ciego de nacimiento. Necesitan recuperar la ternura del amor de Dios Padre que nuevamente quiere recrearlos insuflando sobre su faz un hálito nuevo de vida divina.