«En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: ‘Está cerca de vosotros el reino de Dios’»». (Lc 10,1-9)
El Señor funda la Iglesia y la prepara para que anuncie su venida a la tierra, su vida y su resurrección, y transmita su obra de redención hasta el fin del mundo. En este Domingo nos muestra el Evangelio cómo prepara Cristo a sus discípulos para que, cuando Él falte de la tierra, ellos sigan desarrollando su labor conscientes de que Él estará a su lado hasta el fin.
“Designó otros setenta y dos, y los mandó delante, de dos en dos”. Todos los cristianos somos elegidos por Dios para anunciar su llegada a nuestras casas, a nuestras vidas. Todos los cristianos estamos llamados a la alegría de ser apóstoles, de preparar los corazones de hombres y de mujeres para que reciban la luz de Dios; para que reciban a Cristo.
“De dos en dos”. Así nos envía el Señor para que nos demos cuenta que la misión de apóstoles no es una tarea que realizamos en solitario. Hemos de pedir ayuda en la Iglesia, a un amigo, a un sacerdote. Así anunciaremos a Cristo, muerto y resucitado, y no queramos nunca propagar ni doctrinas propias, ni buscaremos intereses personales.
E inmediatamente después de escogerlos, les indica que rueguen al “dueño de la mies que envíe obreros a su mies”. Les encarga una tarea divina, y con esa conciencia se darán cuenta de que solo Dios puede proveer “obreros a su mies”. Todavía hay muchos rincones de la tierra en los que no se ha anunciado la Verdad, en los que no se conoce a Cristo; y en muchos en los que ya le han conocido, y le han abandonado siguiendo a dioses falsos.
¿Cómo van a llevar adelante los discípulos la misión encomendada? El Señor los manda “como corderos en medio de los lobos”. Les recomienda que no confíen en sus recursos humanos, en su fuerza, en su valentía, en sus capacidades, en sus alforjas. Les indica claramente que para preparar los corazones a pedir perdón a Dios, a recibir el Espíritu Santo, el camino adecuado es el de la Paz. Les invita a ser hombres y mujeres que transmitan la paz. “Paz a esta casa”. Dios perdona siempre, y su alegría es darnos la Paz.
Al llegar Jesucristo a la tierra, los Ángeles anunciaron su nacimiento deseando “Paz a los hombres de buena voluntad”. Cuando anunciamos a Cristo con las palabras, con las acciones, con nuestra vida de servicio y de amor, de caridad, los cristianos somos como ángeles que despiertan a los pastores dormidos, a tantas personas que han cerrado sus oídos y su inteligencia a la voz de Dios, y lo hacemos “dando la paz”. Y con la paz en las conciencias y en la mente, los oidores de la Palabra podrán abrir su espíritu para dejarse iluminar por la luz de Dios, para descubrir el Amor de Dios, pedirle perdón por los pecados cometidos, y convertirse así en verdaderos “hijos de Dios en Cristo Jesús”.
¿Y qué Verdad han de anunciar los discípulos, hemos de proclamar nosotros? Un hecho histórico que será siempre una novedad en la tierra. Un hecho histórico al que los hombres no se harán nunca fácilmente. Dios ha venido a la tierra, por tanto: “Está cerca de vosotros el Reino de Dios”.
“Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. Al regresar de su misión los enviados manifiestan todo su gozo al Señor. Han vivido la alegría que se vive en el cielo “cuando un pecador hace penitencia”. El Señor les prepara para cuando lleguen los momentos en los que encontrarán obstáculos, dificultades que les impidan llevar adelante su labor, en los que no sea posible recoger frutos. No se han de desanimar, y han de ser consciente de que “ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento” (1 Cor 3, 7). Y Dios dará siempre el crecimiento cuando se siembra y se riega con constancia, con fe, con abnegación, con paz, con amor.
Y para fortalecerles más en la esperanza, el Señor les indica la raíz y el fundamento de su gozo. Unas veces el fruto será mayor y otras veces, menor. En algún caso, el fruto parece no existir, y el apóstol puede tener la impresión de que todo el trabajo de la siembra ha sido inútil. Nada se pierde en la vida de un apóstol, de un cristiano. El demonio será vencido definitivamente, y pisoteado y expulsado del corazón de los hombres.
Pero más que en vencer al demonio, los apóstoles han de saber que su alegría no se asienta en vencer el mal, en derrotar al malvado. Cristo les indica claramente el verdadero fundamento de su alegría: el amor que Dios les tiene: “estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo”.
María es la Reina de los Apóstoles. Ella nos hará descubrir en nuestro corazón el amor y la alegría de Dios, cuando con fe anunciamos Su Nombre con nuestras palabras, con nuestra vida.
Ernesto Juliá Díaz