«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: “Mirad que os mando como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas. Pero no os fiéis de la gente, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes, por mi causa; así daréis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Cuando os arresten, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en su momento se os sugerirá lo que tenéis que decir; no seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros. Los hermanos entregarán a sus hermanos para que los maten, los padres a los hijos; se rebelarán los hijos contra sus padres, y los matarán. Todos os odiarán por mi nombre; el que persevere hasta el final se salvará. Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra. Porque os aseguro que no terminaréis con las ciudades de Israel antes de que vuelva el Hijo del hombre”». (Mateo 10,16-23)
Horacio Vázquez
Jesús envía a los discípulos a predicar el Reino de Dios a los hijos de Israel, los hace sus emisarios para realizar en la tierra el trabajo que le encomendó el Padre, les otorga poder para curar toda enfermedad y dolencia, y les amonesta sobre los peligros del viaje que van a emprender: “Os mando como ovejas en medio de lobos…, os entregarán a los tribunales…, os azotarán en las sinagogas…, todos os odiarán por mi nombre…”.
Estos males que les anuncia, son los que a Él le esperan, son los ecos anticipados de su pasión y de su muerte redentora, pues el discípulo no ha de tener un mejor trato, ni ha de ser de mejor condición que su Maestro. Es lo que tantas veces ha tratado de explicarles Jesús mientras suben hacia Jerusalén, la ciudad que mata a sus profetas, sin que ellos hayan podido percatarse de su significado, sin que caigan en la cuenta del verdadero sentido de sus palabras, cuando Jesús les dice, una y otra vez, que “el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Lo matarán, pero al tercer día resucitará” (Mt 17,22-23), pues son hombres sencillos, y viven en la ensoñación esperanzada del reino terreno que esperan, y no prestan oído a las noticias que puedan perturbar tan gozosa idea. Y aún le preguntan cuando tienen ocasión, “Señor, ¿es ahora cuando vas a establecer el reino de Israel?”. (Hch 1,6)
Así nosotros, en nuestro vivir cotidiano, así el mundo que nos rodea, que siempre elige las puertas anchas, los caminos fáciles, los mañanas placenteros, que se deja embriagar por las seducciones del poder, que desdeña la abnegación y el sacrificio, que mira para otra parte cuando descubre el dolor cerca de la puerta de su casa, y que no da pábulo a los malos augurios sobre su proceder, ni quiere pensar en la desgracia y en la muerte que le acechan por doquier. ¿Cómo puede ser de otra manera?, nos preguntamos ingenuos y displicentes, pues hemos puesto nuestro corazón en las atractivas promesas de la vida que nos imaginamos, donde el dolor ha sido proscrito, la pobreza es una gran desconocida, y las tragedias humanas son siempre de los otros o suceden en países lejanos.
Y al final de tanta intrascendencia, cuando se haga humo el reino de evanescentes delicias que nosotros mismos hemos creado, cuando el miedo de la triste realidad, que estaba lejos de tan alegres propósitos, penetre en nuestros corazones solitarios y egoístas, y estos oídos, que eran sordos, escuchen por primera vez las palabras de verdad que antes habían despreciado, y estos ojos, que eran ciegos, vean claramente lo que ocurre a su alrededor, entonces, ¡Dios mío!, ¿qué será de nosotros? ¿A dónde acudiremos?
Y si en esos instantes, cerca ya de la luz, encontramos a nuestro alrededor los lobos sanguinarios que Hobbes imaginó en su “Leviatán” sin esperanza, aquella encarnación del monstruo de las profundidades del mar, la serpiente astuta del primer pecado que supo engañar a Eva, la representación de Satanás, el ángel vencido que perdió el cielo para siempre, el hombre maldito “que es un lobo para otro hombre”, y si aún en medio de tantos horrores, es ahí donde hemos de ser los protagonistas valientes del amor que Jesús quiere ofrecernos, en el escenario de un mundo que le odia y que necesita ser salvado, en cuyas ciudades indiferentes, los discípulos anunciaran incansables su palabra, allí donde, como en otra Sodoma, “los hermanos entregan a sus hermanos para que los maten, los padres a los hijos…”, y los hijos a los padres, en una “Babel” del pecado, donde también, esos mensajeros del cielo serán “…aborrecidos de todos por su nombre”, por el nombre de Jesús. ¿Qué hacer entonces? Señor, ¿cuál es tu signo?
“No tengáis miedo…”, nos dice Jesús, en todas las ocasiones. Fue también el enunciado de las teofanías angélicas en los Relatos de Infancia de los evangelistas Mateo y Lucas. El “no temas…” lo escuchó Zacarías en el anuncio de su hijo Juan, el Precursor, lo escuchó María en la Encarnación de Jesús, lo escuchó José, su esposo, en la segunda Anunciación del Mesías que nacería de mujer… Es un broche de esperanza para los cristianos, un salvoconducto seguro para el cielo, fue el grito del papa santo, Juan Pablo II, cuando inició su pontificado, “No tengáis miedo. Abrid las puertas a Cristo”, clamó como su mejor heraldo.
La propuesta que hace Jesús a sus enviados para la predicación del Reino, es dura, pero es real, y vale para hoy, pues el mundo no los recibió entonces con los brazos abiertos, y tampoco lo hace ahora, pero la perseverancia de los mensajeros en la tarea encomendada, traerá la salvación para todos.