Dijo Jesús a sus apóstoles: “No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay encubierto que no llegue a descubrirse; ni nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo en la oscuridad, decídlo a la luz, y lo que os digo al oído pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de vuestra cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo: valéis más vosotros que muchos gorriones. A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los cielos”. Mt 10, 26-33
Insiste hasta tres veces Jesucristo en este evangelio. Fue también el saludo elegido por Juan Pablo II para abrir su memorable pontificado; muchos, dentro y fuera de la Iglesia, lo asocian a este sorprendente soplo de esperanza.
Porque lo lógico es tener miedo. Como Jeremías percibía el cuchicheo de las gentes, es real la amenaza que se cierne sobre nosotros: peligros por do quier, “pavor en torno”. No es pesimismo, ni psicosis; las fuerzas del mal están desatadas, la destrucción es posible, por la guerra, el hambre, la enfermedad y, sobre todo, por la amoralidad y desmoralización, cuya consecuencia mas nefasta es la esterilidad, el exterminio (decretado). Cuanta más información está disponible -incalculable- el pronóstico es más sombrío, aunque nuestra capacidad de análisis sea muy limitada. Ciertamente los profetas sufren más, porque son más conscientes de lo que sucede, penetran la entraña última de la realidad y del ser humano, difunden la verdad por encima y pese a la casi ilimitada gama de mentiras, engaños, falsedades, manipulaciones, tergiversaciones, sugestiones, justificaciones, etc.
Realmente la única solución es que El Señor actúe, que acontezca y muestre su poder. A quien sondea lo intimo del corazón, “a ti encomendé mi causa”. ¡Quien tuviera la confianza puesta “sólo” en El Señor!
Inmediatamente nos veríamos libres del miedo, del metus, del temblor ante el mal desconocido.
Los destinatarios del consuelo/advertencia de Jesucristo son sus “apóstoles”, sus enviados. Ellos son, por la misión recibida, los más expuestos al pavor. ¿Quien dará crédito a nuestra noticia? ¿Como sostener contra la evidencia de la muerte la esperanza de la resurrección de la carne y la vida eterna? ¿De verdad Dios existe y hace justicia? ¿No estamos desarmados ante la iniquidad y la violencia?
Jesús explica los tres sentidos de su “ánimo”. a) no tengáis miedo a los hombres, b) no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, y c) no tengáis miedo (en absoluto) “pues hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados”. Da las poderosas razones que ahuyentan el miedo de los apóstoles.
1.- A los hombres no los temáis, porque su reino de la oscuridad se acabará, la verdad se hará pública y los “planes de las naciones” quedaran al descubierto y abochornados.
2.- No tengáis miedo a la muerte porque sois inmortales; pueden acabar con vuestra vida física pero no tienen acceso a la naturaleza inmortal de vuestra alma. No dejará de existir porque los verdugos no crean ni en ella ni en su condición eterna.
3.- De nada ni de nadie tengáis miedo, porque vuestro Padre que está en los cielos se cuida de todo, se ocupa de “vuestra causa”. Os ama/conoce hasta el punto de tener contados vuestros cabellos. Lo sabe todo de vosotros y de vuestro devenir.
Pero tampoco hay que engañarse; hay combate, existen “otros” motivos más serios e inadvertidos para preocuparse. El primero es el Diablo, que actúa en el cuerpo y en el alma, y esta facultado para arrastrar cuerpo y alma al infierno, al estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios. De ese tal ·separador· si que hay que estar “alerta”, porque es un espíritu sutil, padre de la desesperación, que intercepta, “se atraviesa” ( dice el nº 2851 del Catecismo de la Iglesia Católica) contra la voluntad de Dios.
Y de la deserción. Si por cobardía abandonamos la lucha y no nos declaramos, descaramos, por Él ante nuestros contemporáneos, El Señor no se declarará por nosotros ante su Padre que está en los cielos. La advertencia no puede ser más seria. Pobres de nosotros si comparecemos ante el Tribunal de Dios, estupefactos al comprobar que realmente existe o insensatamente fiados en nuestra conducta subjetivamente racionalizada, sin el inconmensurable auxilio del Hijo amado, nuestro hermano, entregado en expiación. Esa hipótesis frecuente -la autosuficiencia- sí que debiera estremecernos de miedo, y no lo que los hombres o los demonios intenten contra nosotros; que empiezan por ridiculizar que haya gehenna y cielos.
Se comprende así mejor, el saludo completo de San Juan Pablo II. No tengáis miedo, abrid -”desatrancad”- las puertas a Cristo. La fundamentación de la anulación del miedo radica en el abrirse a Cristo”, confiar en El, dejadle actuar en vosotros, anunciad que ha llegado ya. Él ha vencido a la muerte. En el amor no hay temor.