“En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le pidieron que hiciera algo por ella. Él, de pie a su lado, increpó a la fiebre, y se le paso; ella, levantándose enseguida, se puso a servirles. Al ponerse el sol, los que tenían enfermos con el mal que fuera se los llevaban, y él, poniendo las manos sobre cada uno los iba curando. De muchos de ellos salían también demonios que gritaban: “Tú eres el Hijo de Dios”. Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías. Al hacerse de día salió a un lugar solitario. La gente lo andaba buscando; dieron con él e intentaban retenerlo para que no se les fuese. Pero él les dijo: “también a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado. Y predicaba en las sinagogas de Judea.”
No te vayas, Señor, quédate con nosotros, le pidieron los que lo hallaron.
Por las calles de Cafarnaún la gente se arremolinaba en busca de Jesús. Se corrió la voz de que había curado a la suegra de un pescador llamado Pedro, y que se hospedaba en su casa, y al atardecer, los que tenían enfermos de cualquier mal, se los llevaban para que los curase, y él, imponiéndoles las manos, los sanaba.
Oh, Señor, les imponías las manos, tus manos santas, las mismas que luego taladrarían los clavos cuando llegara tu hora. Pero aún no había cruz como signo indeleble de amor para bendecir, curar y perdonar, y tus manos, tus manos misericordiosas, volaban como palomas sobre pústulas, lepras y heridas, haciendo que la piel fuera de nuevo sonrosada y sin mácula, acariciaban suaves y cariñosas las cabezas de los niños, tus predilectos para el reino de los cielos, cuando nos los pusiste como ejemplo en la plaza, tomaban el barro del camino para curar nuestras cegueras, trazaban signos misteriosos en el suelo mientras escuchabas las acusaciones contra la mujer adúltera en Jerusalén, poco antes de poner a sus mismos acusadores ante la imagen de sus propios pecados, y hacerlos huir de la escena con las piedras que iban a lanzar todavía en sus manos, y empezando por los ejecutores más viejos de aquel castigo.
Y al hacerlo, por el mero influjo de tu voz y de tu gesto, los demonios salían gritando que tú eras el Hijo de Dios, y tú los mandabas callar para que no te delatasen ante la multitud, porque ellos, sabían que eras el Mesías.
Nosotros, Señor, también queremos encontrarte “al ponerse el sol”. Nos acercaremos a tu casa, a tu casa de la tierra, que es la Iglesia, la Iglesia que hoy quiere estar crucificada contigo, la misma casa que fue de aquel pescador llamado Pedro, el que vivía en Cafarnaún, el que echaba sus redes en el lago de Genesaret cuando tú lo llamaste. Llevaremos nuestras dolencias y pecados, y los pondremos ante ti,y te pediremos que impongas sobre ellos tus manos, las mismas que ya fueron taladradas por esos pecados que tú vas a perdonarnos.
Y una vez más, como entonces, te haremos la súplica más apremiante y verdadera, la que con más fuerza brota de nuestro corazón, la que más necesitamos, la única que salva y reconforta: No te vayas, Señor. Quédate con nosotros. Que ya atardece, Señor.