«Este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan a que le preguntaran: “¿Tú quién eres?”. Él confesó sin reservas: “Yo no soy el Mesías”. Le preguntaron: “¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?”. Él dijo: “No lo soy”. “¿Eres tú el Profeta?”. Respondió: “No”. Y le dijeron: “¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?”. Él contestó: “Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor (como dijo el Profeta Isaías)”. Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: “Entonces, ¿por qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?”. Juan les respondió: “Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia”. Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando». (Jn 1,19-28)
El evangelio de hoy es un “evangelio con muchas preguntas”. Y eso es bueno, porque ya se sabe: preguntando se aprende. Sin embargo, también es necesario querer aprender para que las preguntas no sean mera retórica. Desde luego, del texto de Juan emerge la intención de excitar en el corazón de quienes leyeran su Evangelio (entre ellos, nosotros) el deseo de hacer la pregunta clave: “¿Quién eres tú?”. Entre los hilos que tejen los días y las horas de la vida hay prendida, como inexorable cuestión, la relación de nuestra persona con Otra en la que encuentra fundamento y argumento para construirse como existencia en libertad. Explícita o implícita, la pregunta por esa Identidad que nos sostiene y es capaz de llenar ilusiones y anhelos resiste a los olvidos, las desgracias y el paso del tiempo.
También Jesús lo haría del modo más acomodado a nuestra necesidad de fundamento: “… y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mt16,15). De modo semejante, desde la cárcel Juan mandó a preguntar: “¿Eres tú…?” (Mt 11,3; Lc 7,19). Es fácil recordar a Moisés preguntando a Dios en el Horeb: “¿Cuál es tu nombre?” (Ex 3,13).
Bien observadas, todas las preguntas estas confluyen en un mismo punto, como Benedicto XVI tantas veces nos ha recordado: preguntamos por el Amor, porque solo el Amor funda una relación de ser y sentido; solo en el encuentro con el Amor personal de Dios puede consistir, es decir, ser estable y auténtica la vida.
La “cosa” que sea nuestra existencia no estriba en el compromiso ético ni en la construcción metafísica de una explicación del hecho de vivir. La esencia de esa “cosa radical” que llamamos vida (Ortega) y cuya realidad se nos impone como los glóbulos blancos y rojos, plaquetas y plasma se imponen a la sangre (¿qué otra cosa es esta sino esos elementos?) es el Amor encontrado, abrazado y no soltado ya jamás. (Benedicto XVI, Deus caritas est 1)
Los judíos que preguntan a Juan recorren toda la historia de Israel y de la Humanidad entera: ¿Hablamos de un Dios verdadero o de un ídolo? Es decir, ¿está Dios o no está? Isaías parece que lo ha vivido y escribe en 52,6: “Mi pueblo conocerá mi nombre en aquel día y comprenderá que yo soy el que decía: ‘Aquí estoy’”. Con el debido respeto y admiración podríamos quizá añadir que ese “aquí” es la maraña de nuestras preocupaciones, alegrías, descalabros, éxitos, fracasos, sufrimientos y gozos. No es necesario más. Que María Santísima nos facilite el encuentro con quien nos Ama, nos da la vida…, ¡un año más!
César Allende García