«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: ‘No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra’. Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió”». (Jn 15,18-21)
Los cristianos, como nos señala la carta a Diogneto, estamos en el mundo pero no somos del mundo. Aunque cada día nuestro hombre viejo tiende a acomodarse a este mundo, a establecernos y vivir para nosotros, con la insatisfacción que eso conlleva y lo que nos distancia del plan de Dios para nuestra vida.
Por eso, si queremos que poco a poco nuestra vida se vaya conformando a Jesucristo, tenemos que comprobarlo a través de la persecución -pues el que te halaga es tu enemigo-, ya que estamos siguiendo al Maestro, y Él mismo nos habla muy claro; persecución al anunciar el Evangelio auténtico —no radical, como le llaman algunos, aunque es cierto que amar al enemigo o no resistirse al mal no es nada tibio ni ambiguo.
En esta generación tenemos la misión de hacer presente a este Jesucristo Resucitado, que conforma en nuestra vida la vida nueva, la vida del espíritu.
Ese mensaje, unido a la Vid verdadera y los sarmientos de estos días que alude el Evangelio, nos lo deja Jesús antes de instaurar la Eucaristía, hablándonos para la misión que nos encomienda, guardando su Palabra —su madre y sus hermanos son los guardan la Palabra y la ponen en práctica. Ojalá nos persigan por haber seguido al Maestro.
Fernando Zufía