En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos, vio unos ricos que echaban donativos en el tesoro del templo; vio también una viuda pobre que echaba dos monedillas y dijo: «En verdad os digo que esa viuda pobre ha echado más que todos, porque todos esos han contribuido a los donativos con lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir». (Lc 21,1-4)
Esta breve lectura sin duda nos interpela. Confieso que me cuesta dar al pobre que encuentro en mi camino. ¿No le juzgo acaso, no pienso que tal vez pueda buscar trabajo? Claro que estimo que si no tuviera necesidad no se pondría en la puerta de la iglesia a pedir limosna…Pero pensamos que para esta labor ya están Cáritas o los trabajadores sociales.
El tema del dinero es un termómetro para medir nuestra fe. Reiteradamente Jesús nos invita a no poner nuestra vida en el dinero. Dijo al joven rico: “Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres” (Mc 10,21), mandato que se repite en otros evangelios: “Vended vuestros bienes y dadlos en limosna: haceos bolsas que no se gastan, un tesoro inagotable en los cielos, adonde ni el ladrón llega ni la polilla roe” (Lc 12,33-34; Mt 6,9-20).
En las primitivas comunidades cristianas había generalmente pobres. Pero, poco a poco, también personas con bienes, ricos, comenzaron a ingresar en una comunidad. Y pudo mostrarse el “¡Mirad cómo se aman!”, gentes de todas las condiciones sociales, conviviendo. Los ricos vendían sus bienes y lo ponían a disposición de la comunidad para cubrir necesidades. Recuerda esto San Agustín en su Tratado sobre el Evangelio de San Juan (65, 1-3) “Os doy el mandato nuevo: que os améis mutuamente, no con un amor que degrada, ni con el amor con que se aman los seres humanos por ser humanos, sino con el amor con que se aman porque están deificados y son hijos del Altísimo, de manera que son hermanos de su Hijo único y se aman entre sí con el mismo amor con que Cristo los ha amado.” Las limosnas, colocadas a los pies de los apóstoles, no se acumulaban, sino que “a cada uno se le repartía según su necesidad” (Hechos 4,35b; 2,45).
Compartir, ser solidarios –como decimos en nuestro tiempo-, dar limosna a los necesitados era considerado una “buena obra”, pues la ley del Antiguo Testamento recogía: “Nunca dejará de haber pobres en la tierra; por esto te doy este mandamiento: abrirás tu mano a tu hermano, al necesitado y al pobre de tu tierra”. (Dt 15,11). Las limosnas ofrecidas en el arca del Templo, sean para el culto o para los necesitados, los huérfanos o las viudas, eran consideradas como una acción agradable a Dios (Eclo 35,2; cf. Eclo 17,17; 29,12; 40,24). Ofrecer limosna era un modo de reconocer que todos los bienes pertenecen a Dios y que nosotros somos administradores de esos dones. Esto se ha transmitido y vivido en el cristianismo. Se nos pide a los cristianos que demos limosna, siempre unida a la oración. Hace apenas unos días el papa Francisco nos ha interpelado en un sencillo tuit: “¿Salimos al encuentro de los demás para llevarles el fuego de la caridad, o nos quedamos encerrados en nuestras chimeneas?”
Sin duda este modo de vivir, compartiendo, es de lo que más me impactó de la iglesia primitiva aun siendo joven y constituyó uno de los ideales que me invitaban a seguir a Cristo en la Iglesia para poder un día ser un hombre nuevo, una persona que se pareciese a la fotografía que me mostraban del cristiano de las bienaventuranzas. Hoy, cuarenta años después de vivir mi fe en un pueblo caminante sigo pensando que este modo de vida constituye una de las claves del cristianismo: Cristo en medio de un pueblo, animándonos a amar al hermano como Él nos ama. Recientemente, en una conversación con dos de mis hijas, me hablaban de la importancia del dinero en la vida. Y yo les recordaba el evangelio. Pero, me decían, “pero el dinero ayuda, sin dinero no podemos vivir”. Y, claro, es cierto que hay tantas personas paradas, con necesidades especiales, que sufren por no tener lo básico. Pero entonces recuerdo ese fuerte llamamiento del cristianismo: que no haya pobres entre vosotros, compartiendo bienes, también tiempo y atenciones al otro….La vida de la Iglesia primitiva, hoy reflejada en muchas realidades de nuestra Iglesia, nos invita a descubrir y vivir el verdadero cristianismo, basado en las enseñanzas del sermón de la montaña, en un modo de vida que es posible si nos apoyamos en Cristo y en la Iglesia.
La lección de Jesús nos interroga. A veces unas pequeñas monedas significan más que todo un tesoro, que muchas monedas de oro entregadas como limosna. Porque esa viuda pobre ha dado cuanto tenía, el dinero que le hacía falta: Y otros damos de lo que nos sobra, como esos ricos que echaban importantes donativos en el templo.
Este evangelio nos interroga hoy y nos anima a poner nuestros ojos y nuestro corazón en el verdadero tesoro: Cristo, que nos ama y ha dado su vida por nosotros en la Cruz. Y nos invita a seguirle y a poder extender el Reino de Dios en nuestra generación. Las enseñanzas del mundo son otras, pero muchas personas que hoy viven con nosotros no han tenido el privilegio de encontrarse cara a cara con Cristo y de conocer la Buena Noticia del Amor de Dios. Es normal que encuentren la vida en la diversión, en el consumismo, en beber alcohol o en tomar drogas; e incluso en actividades de la vida diaria que en sí no son perniciosas pero que constituyen un modo de vivir en la evasión o el egoísmo, sin intentar pensar en el otro, en el prójimo cercano o en el refugiado o el excluido que tenemos más lejos.
El cristianismo construye la civilización del Amor, un amor que Dios nos regala cada día y que estamos llamados a compartir, como el verdadero tesoro de nuestra generación. Y no tenemos derecho a guardarlo para nosotros sino que, como esas monedas que compartimos con el necesitado, tenemos que ofrecerlo a los demás. El dinero, a pesar de lo que nos cuesta compartirlo, es lo más fácil: pero tenemos otros tesoros más valiosos que podemos compartir: nuestro tiempo, los carismas que Dios nos ha regalado, todas las obras de misericordia que la Iglesia nos enseña como un camino para convertirnos en personas nuevas construidas en Cristo.