«En aquel tiempo, dijo el Señor: “¡Ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la hierbabuena, de la ruda y de toda clase de legumbres, mientras pasáis por alto el derecho y el amor de Dios! Esto habría que practicar, sin descuidar aquello. ¡Ay de vosotros, fariseos, que os encantan los asientos de honor en las sinagogas y las reverencias por la calle! ¡Ay de vosotros, que sois como tumbas sin señal, que la gente pisa sin saberlo!”. Un maestro de la Ley intervino y le dijo: “Maestro, diciendo eso nos ofendes también a nosotros”. Jesús replicó: “¡Ay de vosotros también, maestros de la Ley, que abrumáis a la gente con cargas insoportables, mientras vosotros no las tocáis ni con un dedo!”». (Lc 11,42-46)
El evangelio de hoy recoge una serie de recriminaciones de Jesús hacia los fariseos porque han distorsionado la ley. Ha olvidado el espíritu de la ley transformándola en una serie de normas y preceptos sin alma y han dejado de lado lo verdaderamente importante, por seguir sus propias tradiciones.
La ley nunca ha sido un código de prescripciones ajenas a la vida de los hombres; antes al contrario, se halla íntimamente implicada en la historia de cada uno. Dios no es un soberano distante que dicta sus normas y exige su cumplimiento bajo la amenaza de penas y castigos.
La ley no es lo primero, lo primero es el amor de Dios que se vuelca con su pueblo. Ve su miseria, le saca de la esclavitud y le conduce hacia la libertad con el fin de establecer un pacto de amor con él. Lo primero y lo último es el amor de Dios que todo lo abarca. Porque ama, escoge a su pueblo y establece con él una Alianza inquebrantable. La ley es tan solo el camino, la orientación, la luz que permite a Israel caminar en medio de la oscuridad de la vida y andar sin tropezar en la presencia de Dios.
Es, principalmente, bastón y apoyo en el caminar, no mandato ni imposición. Ella garantiza al hombre la felicidad, pues la vida del hombre está en acoger el camino que Dios le ha trazado. La ley expresa el amor de Dios de manera que el hombre alcance la verdadera justicia, el destino al que Dios le ha llamado: la plena comunión con Él. Por ello es don, no mandato.
El fariseísmo, en cambio, no sabe de esto. No comprenden que la salvación es don de Dios no esfuerzo humano, y por ello procuran ser meticulosos en el cumplimiento de las normas, se pierden en los detalles y tuercen el sentido. Jesús les echa en cara tres actitudes que reflejan el espíritu rácano del legalismo farisaico: se muestran minuciosos en las prescripciones externas hasta el punto de separar el décimo de la menta, la ruda y las legumbres —productos minoritarios—, pero olvidan lo verdaderamente importante: la justicia y el amor a Dios. Buscan el aplauso de los hombres, el ser honrados y considerados por todos, manteniendo la apariencia por encima de la realidad de sus vidas, pues al procurar adaptarse a los menores detalles de la ley, se consideran cumplidores de la misma y se permiten el lujo de juzgar a los demás, torciendo, de este modo la ley que dice: No juzguéis, porque el juicio compete a Dios. De este modo son semejantes a sepulcros blanqueados, limpios por fuera pero llenos de podredumbre por dentro. Participan en el culto, pero, al igual que denunciaban los antiguos profetas, se trata de un culto formulista y vacío de contenido porque no va acompañado de la conversión del corazón.
Los escribas y doctores de la ley, no eran necesariamente fariseos, pero participan de muchas de sus convicciones y obraban como ellos en las cuestiones de la observancia de la ley. Un escriba al oír la diatriba de Jesús, se siente aludido y protesta, pero Jesús asimila su conducta a la de los fariseos por lo que se hacen merecedores de los mismos reproches. Las actitudes farisaicas están en franca contradicción con la predicación de Jesús, por lo que advertirá a sus discípulos: “Guardaos de la levadura de los escribas y fariseos (—y aclarará—) que es la hipocresía”, puesto que nada aleja más de Dios que la mera apariencia de bondad sin contenido verdadero, ya que Dios es Verdad y su lenguaje claridad. En Él no tiene cabida la mentira ni el disimulo.
Ramón Domínguez