Le acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos los regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mi: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él». Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos. (Mc 10 13-16)
Hay una presencia para cada sentido. Las Escrituras están llenas de alusiones a los cinco sentidos como puerta de entrada para cada hombre de la misteriosa aparición de Dios o alguna de sus cualidades. Es asombroso, pero todos los perifécos de entrada -que dería un informático- están preparados para captar la acción y ser de su Majestad.
No hay mucha duda sobre la preeminencia del oído, al que se remite el precepto central de la Ley: Escucha. De hecho el que no escucha, permanece solo, en la tinieblas de la inseguridad, perdido sin sentido.
Pero con la llegada del Mesias las cosas cambiaron. Lo que habíamos oido lo hemos visto y tocado. Unos vieron a Jesús, otros lo escucharon, algunas lo perfumaron; a los discípulos se dio a gustar bajo las especies de pan y vino. Pero su aparición como hijo de mujer hizo posible un gran privilegio; tocar a Jesús.
Tocar a Jesus, aunque solo fuera su manto, era una aspiración ilusionante para los que habían oído hablar de él, o tenían noticia de sus prodigios, o percibian la autoridad de su doctrina. De Él salía una fuerza que el propio Jesús reconoce: «Quien me ha tocado?» ¿Quien se ha acercado a mí con fe?
El tocar es la prueba más evidente de algo. Tomás reivindica esa comprobación inapelable. La Magdalena se tropieza con el «no me toques» del Resucitado. El tacto tiene la fuerza definitiva de la evidencia, y el efecto del contagio. Los leprosos, los muertos, los impuros, etc. transmitían su condición penosa. en cambio los que pudieran tocar al Ungido, quedarían, ellos mismos, contagiados de su bendición.
No hay, por tanto, que sorprenderse de que gente deseosa de lo mejor para sus hijos llevaran a los niños para el específico objetivo de ser tocados físicamente por Jesús. Sabían bien que su inmediatez (su presencia, sus manos, su llanto, su voz, sus pies, su saliva, su corporidad total) irradiaba su desconocido poder, al que ni la misma muerte se le resistía. Al ciego de Betsaida lo llevaron específicamente para que simplemente «lo tocase» (Mc 8 22).
Pero ¿qué sentido habría de tener llevarles simples niños? Seres inconscientes y verdaderamente «últimos» en aquella (y en esta) sociedad. ¿A qué molestar al Maestro? Si son puro estorbo ¿a qué vienen a incordiar?
La reacción de guardaespaldas, apropiándose la voluntad de «su» maestro, es lógica. No estamos para perder el tiempo. Los niños estorban, y para algo están ellos, para despejarle el camino. No habían entendido mucho la capacidad de «escandalizar a los pequeñuelos», que veíamos anteayer. Los niños no son adultos, pero no son tontos: se dan cuenta de todo y tienen una confianza ilimitada en sus padres; el reino de Dios -no el de los hombres- es para los que tienen esa certeza total en la protección y benevolencia de su Padre.
El problema no lo tienen los niños, ni los que participan de su espíritu confiado y feliz, de los que se han propuesto acercarse a Él hasta tocarlo, sino de nosotros los «supuestos» discípulos que regañamos a los que intentan esa cercanía. El Señor -que tenía sentimientos- aquí activa un registro muy humano: «se enfadó». Grave asunto este, para merecer el inusual «enfado» de Jesús. Seguramente tuvo en perspectiva la infamia de los escándalos que tendrían como víctimas a los niños.
No sólo se enfadó sino que lanzo una prevención absoluta: «no se lo impidáis».
Hay muchos modos de «impedir» que los niños lleguen a tocar a Jesucristo. El primero y mas grave es negándoles que sean concebidos. El siguiente es matándolos antes de que vean la luz, por la pandemia del aborto. Despues va Herodes y los que aniquilan a los neonatos. Pero tambien hay un ejército inmenso de agentes, discípulos o perseguidores, que de hecho obstaculizan -prevaliéndose del sistema sanitario, del sistema educativo, del régimen matrimonial, etc.- que los niños se acerquen a Jesús. Y también, más o menos emboscados, están los que no dejan a los niños ser niños y, suplantándalos, deciden que «libremente» posterguen a la edad adulta sus decisiones y opciones sobre sus creencias, trás toda clase de «experiencias» lacerantes. Este alineamiento con la libertad como única verdad está a la raiz del profético «enfado» de Jesús. Pero, afortunadamente, Él, como tantas veces narran los Evangelios, se abrió paso y «tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos». Hoy, mediante sus ministros y su Iglesia toda, incluida la «convocación» familiar, Jesús sigue imponiendo a los niños sus benditas manos.