La mañana había asomado sin una nube en un cielo limpio. El sendero era estrecho y, de vez en cuando, debía mirar donde pisaba, pues se entremezclaban espinos y abrojos en la maleza. El paisaje era tan impresionante que no dejaba de descubrir en cada recodo una belleza mayor. Mis ojos estaban fijos en el cielo como empapándome de luz y, al cabo de unas horas andando, caí en la cuenta de no haber mirado ni una sola vez por donde pisaba; mis piernas no tenían un rasguño y mis zapatillas estaban como nuevas. Me quedé extrañado y confuso.
Comenzó una llovizna casi inapreciable y pensé que no era necesario resguardarse; así que seguí mi camino disfrutando de la manifestación exuberante de una naturaleza prodigiosa. A los pocos minutos estaba completamente calado y mi ropa chorreaba. No podía entenderlo. En seguida, salió un sol espléndido y la sensación de la ropa mojada fue un verdadero alivio para soportar el calor.
entre lo apetecible y lo fecundo
Seguí caminando y comencé a notar algo raro, como si alguien caminara a mi lado; miraba alrededor, pero no veía nadie, ni a derecha ni a izquierda; sin embargo, sentía, y además cada vez con más fuerza, una presencia muy cercana. Y curiosamente, algo inaudito, notaba una presencia femenina. Pero no me producía miedo, ni temor, ni angustia, ni siquiera preocupación. Parecía que quisiera mostrarme el camino; me daba la sensación de que estaba decidida a acompañarme hasta el final.
Llegué a una bifurcación donde el sendero que yo llevaba se transformaba en dos. A la izquierda nacía una senda ancha y espaciosa, que parecía transcurrir paralela a la mía. Estaba indeciso, cuando de repente me chistaron; me di la vuelta y era un anciano sentado en un mojón, con una capucha ancha que le ensombrecía la cara, una risa burlona y un bastón con la empuñadura de cabeza de serpiente.
—Qué ocurre, ¿no sabes por dónde ir? —dijo el anciano.
—Bueno, en realidad sí; pero al ver este camino tan ancho… De todas formas, debo ir por el estrecho; mi Padre me insistió muchas veces que Él me esperaba en el final.
—¡Pero si terminan los dos en el mismo lugar! —contestó el anciano. Además, el sendero que traías, más adelante se complica mucho, se hace casi inaccesible; pasa por una zona rocosa, con grandes acantilados, luego un desierto donde no hay agua y te aplasta un sol abrasador. El camino cruza un río que hay que atravesar nadando, pues cubre bastante y la corriente en ese tramo es muy intensa. Pero…, tú verás. ¡Ja, ja, ja!
—¿Está seguro de que este otro llega al mismo lugar? —le pregunté angustiado al viejo.
—Por supuesto, ¡ja, ja, ja! Soy de esta zona —respondió— y llevo viviendo aquí toda la vida. Conozco la región como la palma de mi mano. Pero si no me crees…, vete, vete por el otro camino, ¡ja, ja, ja!, ya verás qué aventuras vas a vivir.
Y como viese que el recorrido era bueno, atractivo a la vista y excelente para caminar y disfrutar del paisaje, tomé por el ancho y espacioso, despidiéndome del viejo, que se quedó sentado con su cara burlona.
el engaño diario
La verdad es que después de caminar un buen rato y comprobar que el paisaje era indescriptible, comencé a notar una soledad amarga, sequedad en la alegría y una tristeza desconocida que me embargaba. La sensación de aquella presencia femenina que me daba seguridad se había difuminado, la esperanza de llegar y abrazar a mi Padre se había extinguido y, a la vez y pese a ir vestido correctamente, tenía la extraña impresión de estar desnudo.
Seguí caminando y el camino comenzó a ensancharse tanto que, cuando me quise dar cuenta, estaba en medio de una inmensa llanura donde el horizonte separaba una tierra árida de un cielo plomizo y opaco. En ese momento aparecieron unos vigilantes a caballo, que parecían estar de guardia; me golpearon, me despojaron del manto y desnudaron, me acusaron e injuriaron y finalmente me apalearon hasta quedar extenuado.
Cuando desperté estaba en una habitación fría, minúscula y oscura. Tenía una puerta de hierro con una reja en el tercio superior. A un lado se extendía un catre y, en la esquina, un retrete. No había más. Sólo un silencio denso y álgido golpeaba mis sienes. No sé porqué estaba allí, no recordaba nada… ¿Qué hacía yo en esa celda? ¿Por qué no se oía ningún ruido? ¿Es que no había nadie? ¿Sólo estaba yo en ese cubil infecto? Grité y grité más fuerte. Llamé a través de los barrotes, golpeé la puerta, pero no se oyó nada. Nadie respondió y caí ignorado y solo en el jergón.
Cuando desperté de nuevo fui poco a poco recordándolo todo. Parecía que había reproducido en sueños los momentos anteriores. Vino a mi memoria el sarcástico vejestorio, el camino verde, a mi Padre que me estaría esperando, aquella compañía femenina etérea pero constante. Pero sobre todo recordé el engaño, la mentira de aquel decrépito burlón que me había traído hasta aquí.
Hinqué las rodillas en el suelo húmedo y clamé a Dios, lloré y pedí perdón, rogué y rogué, reconocí mi equivocación y supliqué al Señor misericordia. No sé el tiempo que estuve así, porque me quedé dormido sintiendo frío, el frío del infierno.
Tras un tiempo indeterminado recuperé la consciencia y comprobé que me hallaba en la misma posición aunque otra vez en medio del camino estrecho, echado entre los matojos, lleno de espinos y arañazos pero inmensamente feliz. Me puse en pie, oteé el sendero y retomé de nuevo la marcha, contento y satisfecho. Al doblar un recodo pude distinguir a lo lejos al mismo viejo de la capucha, sentado en un mojón del camino con su mismo bastón con una cabeza de serpiente en su empuñadura.