«En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo. Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: “Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús le contestó: “Está escrito: ‘No solo de pan vive el hombre’”. Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo: “Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mi me lo han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mi, todo será tuyo”. Jesús le contestó: “Está escrito: ‘Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto’». Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: ‘Encargará a los ángeles que cuiden de ti’, y también: ‘Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras’”. Jesús le contestó: “Está mandado: ‘No tentarás al Señor, tu Dios’”. Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión». (Lc 4, 1-13)
El título que encabeza este pequeño comentario es una cita del Eclesiastés (2,10), conocido libro de la Sagrada Escritura por su concepción de la vanidad de la vida. El autor del escrito ha sabido señalar el aspecto ridículo que comporta todo lo creatural. Todo lo que proviene de Dios es un regalo, sí, pero a la vez, todo lo que no es Dios, es decir, todo, está tocado de caducidad, de finitud, y en este sentido de una cierta ridiculez. Es hermoso que el ser humano tenga nariz y orejas pero vistas bien las cosas no deja de ser un tanto ridículo. Es hermosa la corteza de una naranja, pero ¿no se podría haber inventado sin la misma para ser comida más rápidamente? Las estaciones del año… ¿para qué? Es un gran misterio el por qué de la creación del mundo material por parte de un Ser desprovisto de la misma. El autor ha comprendido perfectamente la sorpresa de todo un Dios que juega con un barro que modela y ama.
Así, la vida siendo hermosa resulta un tanto ridícula en un sentido no tanto estético cuanto ontológico. La hormiga es una criatura admirable en sí misma, pero al lado de un caballo adquiere contornos ofensivos, se hace más pequeña aún. Todo lo que no es Dios es maravilloso porque proviene de Él mismo, pero puesto a su lado adquiere unas proporciones graciosas… Sí, vanas, insignificantes.
Tenemos que pedir auxilio al Nuevo Testamento para reparar este vacío que nos brinda lo creado. Cristo rellena este vacío llenándonos de Dios. Él infla de gracia los pulmones de la vida llenando toda la realidad de plenitud. Cristo, vencedor de lo ridículo y salvador de la vaciedad. Cristo, plenitud de lo “impleno”, si se me permite el barbarismo.
Desde este ángulo nos acercamos a las tentaciones a las que se vio sometido el Señor por parte del diablo (Lc 4,1-13). La vanidad es, por esencia, la antítesis no solo de la Cuaresma sino de toda la vida en Cristo. Matando a la soberbia, debilita a su hija, la vaciedad. Donoso Cortés afirmaba que la vanidad es el amaneramiento de la soberbia.
Aparentemente este vicio o pecado resulta algo inocentón, sin apenas importancia; sin embargo, aun admitiendo la pertinente gradación de gravedad, estamos ante una de las armas más principales con las que Satanás trata de conquistar almas para su reino.
Si analizamos las tentaciones del Señor, tal y como nos muestran los Evangelios, advertimos enseguida un nervio conductor que las atraviesa. El diablo trató de matar a Cristo con la vanidad, y resulta que Cristo mató y mata la vanidad cada vez que intenta aflorar en sus cristianos.
La vanidad no consiste en un adecentamiento del porte sino en un ansia de poder maquillado de hermosura. El problema es que, como la propia etimología de la palabra indica, todo lo que es vano es vacío, apariencia, futilidad, carencia de contenido… La misma nada maquillada de aire. Vemos sus pies de barro, su punto frágil que no es otra cosa que su propia esencia, puro fuego artificial.
Luzbel cayó por vanidad, por creerse algo, alguien. No supo poner límite a su nada y se desbordó en el hontanar de la nada, que es el mismo infierno. La Tradición siempre ha echado mano del profeta Isaías en su capítulo 14 para mostrar los orígenes del corazón diabólico. Allí, en las soberbias alturas se fragua el mecanismo del mal eterno.
La nada recobra valor y entidad cuando se deja acariciar por las manos de Dios, pasando a la arcilla y luego a la carne y luego a la divinidad. Viaje apasionante del no ser al ser, del abismo a la tierra y de la tierra al Cielo. La condición es dejarse modelar en humildad.
El Ser maligno se acercó a Jesucristo con todo su bagaje de diamantes podridos y de brillos no brillantes… a ver si caía. El secreto para pertenecer de lleno a este ser perverso es no servir. Todo le salió mal. Se topó con la Luz, “con él he venido para servir, no para ser servido”, con la humildad hecha carne domiciliada en Belén; se encontró con un Hombre a quien no le gustaba el aparato ni la pompa ni los tronos de oro… se encontró con el Ser. Por eso no le quedó más remedio que huir. Era la fuga del no ser, como nos recordará San Buenaventura. Debió ser impresionante aquel encuentro entre la hierba verde (Lc 23,31) y la chamusquina del sacrificio de Caín (Gn 4)
Vayamos a los ataques:
La primera invectiva trata de perforar la sencillez y el desinterés propio de Cristo halagando su dignidad divina: “si eres Hijo de Dios…”. Le está invitando a regodearse en su condición divina para su exclusivo provecho. Quiere que reviente el precioso himno cristológico de Filipenses 2. La respuesta consistió y consistirá siempre en tocar fondo en la dependencia de Dios, en no poder depender ya más de Dios, en llegar a un grado máximo, extremo, de relación de dependencia con el Creador.
La segunda invectiva trata de perforar la humildad del Salvador: “te daré el poder y la gloria de todo eso…”. El humo y la vanidad no consiguieron penetrar en el interior del Templo, que era su cuerpo. Cristo no busca su honra (Jn 8,50), no se glorifica a sí mismo (Jn 8,54)
La tercera también está infectada de vanidad: “Tírate… los ángeles te sostendrán en sus manos”. Es el gusto por el escaparate y el espectáculo. Invitación para apostolados vistosos y no costosos, a una evangelización de lujo y no en pobreza. La predicación ha de apoyarse en un solo bastón, sin monedas, sin túnicas de repuesto… en la oscuridad de una vida entregada por amor.
El libro del Eclesiastés nos da pistas para entender la inutilidad de todo lo que no es Dios sin Dios. El Evangelio de Jesucristo nos da pistas para comprender la utilidad de todo lo que no es Dios con Dios. Cristo me rescata de mi propia nada llenándola de esperanza y de contenido.
En el Miércoles de Ceniza la Iglesia nos presenta el evangelio en el que Cristo no dice qué se ha de hacer sino cómo se ha de hacer (Mt 6,1-6,16-18). La limosna, la oración y el ayuno son prácticas de toda persona religiosa. El cristiano añade una diferencia esencial: la discreción, la modestia auténtica, la sencillez, la humildad en el porte y en el interior. Practica todo esto pero con el secreto de Cristo. Si la vanidad pica a la humildad, la mata. El secreto de la Encarnación se halla en la vida oculta de Nazaret. El prestigioso jesuita E.Pryzwara afirmaba con acierto que la humildad no existía en el mundo pagano grecolatino. Esta virtud es una aportación que nos es dada con el Cristianismo.
Procuremos no robar la gloria a Dios. Todo es don y por ello todo ha de ser humildad. La vanidad en su grado más diabólico ataca los cimientos más profundos de la vida cristiana. Es por ahí por donde intenta entrar siempre el diablo, ya sea en su forma amanerada (vanidad propiamente dicha) o en su forma fuerte (soberbia).
No privarse de nada al corazón es vanidad, es tontería, es perder el tiempo… Sí es vana vanidad.
Francisco Lerdo de Tejada