«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: “Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo; ya le basta al discípulo con ser como su maestro, y al esclavo como su amo. Si al dueño de la casa lo han llamado Belzebú, ¡cuánto más a los criados! No les tengáis miedo, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído, pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo”». (Mt 10, 24-33)
El Evangelio de hoy hace brillar un principio esencial, fundamental para todo aquel que decide embarcarse en la llamada al discipulado, principio que se resume brevemente: el discípulo no está por encima del Maestro. Él, el Maestro, encarna la sabiduría del Padre (1Co 1,24); es por ello que el discípulo llega a ser sabio gracias a Él. En la misma línea, el Maestro es “autor de la Vida” (Hch 3,15); el discípulo, de Él la recibe. El Maestro es la Palabra hecha carne (Jn 1,14); el discípulo es, siguiendo con cierta libertad la intuición catequética de San Ignacio de Antioquía: la carne hecha Palabra.
Teniendo esto en cuenta, hacemos memoria de algo de lo que el Señor Jesús, el Maestro, nos dice, en cuanto discípulos, o bien, en camino de llegar a serlo: “Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a los de su casa!” —a los que viven con él.
Ser discípulo de Jesús implica comunión de camino y también de destino. En lo que respecta al camino, nuestra comunión con nuestro Maestro y Señor encuentra su razón de ser en, entre otras, estas palabras suyas: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su Señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros…” (Jn 15,19-20).
En lo que respecta a la comunión de destino, recogemos, con gozo incontenible, la confidencia que hizo Jesús al Padre durante la última cena: “Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y estos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,25-26).
A todo esto añadimos que, ante los ojos de Dios —su Padre y también el nuestro— valemos más que los lirios del campo y las aves del cielo, que está pendiente de cada uno de nuestros cabellos, por lo que… escuchémosle: No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas estas cosas se preocupan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mt 6,31-33).
Antonio Pavía