En aquel tiempo, llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo: “Escuchad y entended todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre”.
Cuando dejó a la gente y entró en casa, le pidieron sus discípulos que les explicara la parábola.
Él les dijo: “¿También vosotros seguís sin entender? ¿No comprendéis? Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre, porque no entra en el corazón sino en el vientre y se echa en la letrina”. (Con esto declaraba puros todos los alimentos)
Y siguió: “Lo que sale de dentro del hombre, eso sí hace impuro al hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro” (San Marcos 7, 14-23).
COMENTARIO
En el Antiguo Testamento y para que el pueblo aprendiera el concepto de lo sagrado, de lo santo, había un montón de cosas que se separaban para dedicarlas exclusivamente a Dios: vasos, instrumentos, espacios.
Lo santo es “lo separado” y todos los usos y costumbres daban forma a un buen número de actos, ritos y maneras para el acercamiento y relación especial y distinta con lo sagrado. Su incumplimiento inhabilitaba a una persona a participar del culto. La ley y las normas de la pureza indicaban las condiciones necesarias para que alguien pudiera presentarse ante Dios y sentirse en su presencia. No era posible presentarse ante Dios de cualquier manera. Pues Dios es Santo. La Ley decía: “¡Sed santos, porque yo soy santo!” (Lv 19,2). Los impuros no podían llegar cerca de Dios para recibir de él la bendición y por tanto la gente de aquella época se preocupaba mucho de no contaminarse con cosas, animales o incluso personas.
En el tiempo de Jesús, determinados alimentos, tocar un leproso, comer con un publicano, comer sin lavarse las manos, y tantas otras actividades, volvía impura a la persona, y cualquier contacto con esta persona contaminaba a los demás. Las personas “impuras” debían ser evitadas. La gente vivía con miedo, había muchas cosas impuras que amenazaban su vida espiritual. Estaban obligados a vivir desconfiando de todo y de todos para no volverse impuros (Mc 7,3-4).
Jesús abre un nuevo camino para que la gente se acerque a Dios. Dice a la multitud: “nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro” (Mc 7,15). Jesús invierte las cosas: lo impuro no viene de fuera a dentro, como enseñaban los doctores de la ley, sino de dentro a fuera (de la voluntad del hombre). De este modo, nadie más precisa preguntarse si esta o aquella comida o bebida es pura o impura; ningún alimento que entra en el ser humano puede volverlo impuro, pues no va al corazón, sino que va al estómago y termina fuera del ser humano. Lo que vuelve impuro, dice Jesús, es aquello que sale del corazón para envenenar la relación humana. Y enumera: malos pensamientos, fornicación, robo, asesinato, adulterio, ambición, frivolidad etc. Así, de muchas maneras, por la palabra, por la convivencia, Jesús fue ayudando a las personas a ver y a conseguir la pureza de otra manera. Por la palabra, purificaba a los leprosos (Mc 1,40-44), expulsaba a los espíritus impuros (Mc 1,26-39) y vencía la muerte. Gracias a Jesús que la toca, la mujer excluida como impura queda curada (Mc 5,25-34). Sin miedo a ser contaminado, Jesús come junto con las personas consideradas impuras (Mc 2,15-17).
Jesús coloca lo puro y lo impuro a otro nivel, a nivel del comportamiento. Abre un nuevo sendero para llegar hasta Dios.
Ahora, de repente, ¡todo cambia! A través de Jesús, era posible conseguir la pureza y sentirse bien ante Dios, sin que fuera necesario observar todas aquellas leyes y normas de la “Tradición de los Antiguos”. ¡Fue una liberación!
Tantos de nosotros estamos a veces más pendientes de los ritos, liturgias y ceremonias que del verdadero contenido que encierra lo que hacemos. Muchas veces, todo ha quedado muy bonito muy solemne, pero no te ha llegado al corazón. No entraste en contacto con el Señor. Tras una Eucaristía, una boda, una ordenación sacerdotal etc…, ni eres capaz de acordarte que lectura se proclamó o de que se habló en la homilía; a veces estamos tan pendientes de los signos o la dinámica del acto que nos distraemos de lo esencial: la presencia de Dios. Los discípulos compartían comida y vida con Jesús, ya disfrutaban de su presencia; ¿Qué ritos ni purificaciones necesitaban para estar en contacto con lo sagrado?
Lo único que necesitas es un corazón limpio para estar en oración, entrar en contacto con tu Dios, y él te escuchará; se viene a ti y te consuela, te da la paz. Te da su Espíritu y tu vida cambia.
¡La Buena Nueva anunciada por Jesús saca a la gente de la defensiva, del miedo, y te devuelve la alegría de ser hijo o hija de Dios!
Gracias a nuestro libertador, tu, débil, injusto, pecador, puedes acertarte al Señor, y Él puede escucharte y ampararte y darte su paz, siempre que en tu corazón reconozcas esa debilidad, esa pobreza y estés humilde con tu Dios.
Es la oración que Dios escucha.
El Rey David nos dejó una hermosa oración, que podemos hacer nuestra: “¡Oh, Dios, crea en mi un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme no me rechaces lejos de tu rostro ¡No me quites tu Santo Espíritu!” (Salmo 50).