«En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: “¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida”». (Lc 19, 41-44)
El lamento de Jesús por Jerusalén es uno de los poquísimos episodios en los que Jesús llora, mostrando la profunda humanidad de sus sentimientos. El destino de la ciudad santa, que simboliza el destino de todo el pueblo, es considerado como el cumplimiento de un juicio divino («está escondido a tus ojos» el camino de la paz). El lenguaje escatológico de Jesús, que recuerda las invectivas proféticas, contrapone «este día», el de la posible salvación, a los «días» del juicio que vendrán. Salvación y juicio se unen en la expresión «no reconociste el momento de mi venida».
La destrucción de Jerusalén es claramente una profecía ya hecha realidad. Jesús fue ejecutado, como ya lo habían sido muchos profetas, también a causa de sus palabras sobre la suerte del templo y del pueblo (Mt 26, 61). El episodio tiene valor no como demostración de una capacidad adivinatoria, sino como clave de lectura para interpretar el significado de la historia vivida por la comunidad a la que se dirige el evangelista.
El evangelista nos pone ya ante Jerusalén; Jesús ha recorrido el camino, “ha subido a Jerusalén”. “Jerusalén” que es el símbolo de la predilección del mismo Dios, cuidada con mimo y dedicación; Jerusalén, centro de culto y de religiosidad; Jerusalén, lugar de encuentro… no ha sabido comprender el momento de gracia que Dios le ofrece en su Hijo Jesús; en lugar de aceptar, le rechazará de plano, hasta el punto de expulsarlo de la ciudad y ejecutarle. Es el motivo de las lágrimas de Jesús.
Nosotros hemos recorrido el camino con Jesús, con su grupo; hemos llegado a Jerusalén, con todo lo que implica de rechazo, de condena, de entrega e, incluso, de muerte. ¿Habré reconocido “el momento de su venida”? ¿Habré aprendido a vivir en actitud vigilante para poder sentir su presencia y aceptar la oportunidad que me ofrece de plenitud, de vida? O… ¿acaso hoy volvería a “llorar” porque, en vez de aceptarle, le he rechazado?
Manuel Ortuño