En aquel tiempo, habiendo convocado Jesús a los Doce, les dio poder y autoridad sobre toda clase de demonios y para curar enfermedades.
Luego los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos, diciéndoles: «No llevéis nada para el camino: ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco tengáis dos túnicas cada uno.
Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio.
Y si algunos no os reciben, al salir de aquel pueblo sacudíos el polvo de vuestros pies, como testimonio contra ellos».
Se pusieron en camino y fueron de aldea en aldea, anunciando la Buena Noticia y curando en todas partes (San Lucas 9, 1-6).
COMENTARIO
Aunque el evangelio que nos presenta la Iglesia en este miércoles de la 25ª semana del tiempo ordinario es muy claro, nos regala unos detalles que pueden poner luz a la misión que cada uno estamos llamado/a a llevar a cabo, como «sacramento de salvación» (Iglesia) que somos. En primer lugar nos dice la palabra que es Cristo el que nos ha escogido; es él el que nos llama, cuando y como quiere. Esto se nos olvida a menudo, en el momento que mirando nuestra pobreza llegamos a la conclusión de que no tenemos la capacidad de ser útiles para la Iglesia. Pero Dios, escoge lo «inútil» para confundir la mente «utilitarista» de esta generación. Recordemos que entre estos doce se encontraba Judas; y los demás, lo primero que demostraron después de haber estado tres años con Jesús, fue su cobardía. Pero no solo somos convocados (llamados) por Jesús, sino que si verdaderamente somos cristianos —uno con Cristo— hemos sido revestidos de su mismo poder y autoridad. Es decir que ese ser «inútil» y «vulnerable» que representa toda naturaleza humana —por muy calificada que crea estar—, unida a Cristo se convierte en un instrumento que libera y sana; que tiene poder de descubrir y combatir con esos espíritus «inmundos» que habitan sigilosamente dentro de nosotros y esclavizan o debilitan espiritualmente al ser humano. El Señor da a todo aquel que es uno con él la potestad de sanar, es decir, de llevar la «salvación» a los enfermos de cuerpo y de espíritu. Esto no es semejante a la labor social que realizan las ONGs, sino que es la consecuencia de participar en la misión de Cristo que lleva consigo las gracias que contiene el Reino de los Cielos. Entonces, nos preguntaremos muchos de nosotros: ¿por qué yo no siento este poder? Importante responder a esta pregunta, porque este poder y autoridad reside en la Iglesia y muchos miembros de la misma en sus diferentes estamentos no lo tienen.
Pero el evangelista nos va a regalar alguna pista más: no llevéis vuestras pertenencias, vuestras cualidades humanas que os introducen en una falsa seguridad; haceos servidores de la palabra con el poder del Espíritu Santo y permaneced en «casa» de aquel que el Señor elija y no del que estiméis oportuno. Cristo ha sido ungido por el Espíritu Santo con una misión: salvar a la humanidad. Pero también nos da un poco de luz sobre nuestras relaciones con ese mundo que rechaza a Dios en esta misión; porque al igual que existe una libertad —potenciada por el Espíritu— que permite al «elegido» llevar a cabo su misión, existe una libertad que lleva al oyente a rechazar la oferta de salvación. En aquel tiempo los judíos acostumbraban, al regresar de un país pagano y entrar en Palestina, sacudirse las sandalias y la ropa antes de entrar, para no contaminar su tierra con el polvo de los países extranjeros. Del mismo modo sacudirse el polvo de los pies era una señal de no tener más responsabilidad por el lugar donde se había levantado el polvo, dejando así esa zona para el juicio de Dios, como vemos que hacen Pablo y Bernabé al ser rechazados en Antioquía de Pisidia (Hch 13,51). Sacudirse el polvo significa, pues, que se rompen las relaciones, aunque sin guardar malos recuerdos. De aquí la orden de Jesús: «Y si algunos no os reciben, al salir de aquel pueblo sacudíos el polvo de vuestros pies, como testimonio contra ellos».
Por lo tanto, solamente si actuamos convocados por este Espíritu para hacer sus obras seremos poseedores de ese poder y autoridad que da claridad a nuestra misión particular y, al mismo tiempo colectiva, cuyo fin es liberar y sanar el mundo.