En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos» (San Mateo 17, 1-9).
COMENTARIO
El texto evangélico de este domingo me invita, más que a hacer un comentario del mismo, a remitiros al mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma de este año. En él, se nos propone vivir la “ascesis” cuaresmal como un camino “sinodal”. Todo el mensaje es una bella reflexión sobre el relato de la “Transfiguración” según el evangelio de Mateo en la que exhorta a toda la Iglesia “animados por la gracia para superar nuestras faltas de fe y nuestras resistencias a seguir a Jesús en el camino de la Cruz… es necesario ponerse en camino, un camino cuesta arriba.”
Me llama especialmente la atención cuando, al principio del mensaje, el Papa afirma que “en este tiempo litúrgico el Señor nos toma consigo y nos lleva a un lugar apartado. Aun cuando nuestros compromisos diarios nos obliguen a permanecer allí donde nos encontramos habitualmente, viviendo una cotidianidad a menudo repetitiva y a veces aburrida.”
O sea: Un lugar aparte, pero sin moverse del sitio. Curioso. Quizás aquí podamos encontrar una clave para entender lo sublime de la experiencia de la “Transfiguración” y así entender también este mensaje, no sólo para el II Domingo (que sabemos que siempre toca este pasaje, aunque en otro evangelista), sino para vivir toda la cuaresma: Experimentar cómo lo cotidiano puede dejar de ser rutinario y ver ahí el rostro resplandeciente de Cristo.
Continua el Papa afirmando que en este camino no vamos solos sino “caminando con los que el Señor ha puesto a nuestro lado como compañeros de viaje… sabiendo que Él es el mismo Camino”: Experimentar que en el acompañante; unas veces cansino y latoso, otras amigable y colaborador; nos puede ayudar a descubrir el rostro resplandeciente de Cristo. Como dice Francisco, el camino de la cuaresma es un camino “sinodal”. (del griego “sin odos” – caminar juntos).
Y así lo podemos ver echando una ojeada a la Palabra de este tiempo: “Este es mi Hijo el Amado: ¡Escuchadlo!”. Podríamos repasar la riqueza de cada Palabra y cada Evangelio de todo este tiempo; pero bastaría como ejemplo pararnos un poco en cada uno de los domingos, empezando por el primero, superar la tentación de la “instalación”, del “qué bien se está aquí” y vivir la cuaresma desde el “gustirrinín” de una ascesis meramente intimista, personal, maripositas en el estómago que dirían algunos y “¿a esto llamáis ayuno?” que diría Isaías.
Pararse con el que se “cruza” en el camino es tener la experiencia de la Samaritana, a la que nada ha saciado su sed y cuando menos se lo espera y de quien menos se lo espera descubre aquél que ofrece un agua viva, que sacia hasta la eternidad. Es encontrarse con el desdichado que se ha acostumbrado a vivir en la oscuridad y ya no espera de la vida mas que unas migajas limosneras, cuando alguien, desconocido hasta entonces, irrumpe y le importuna poniéndole barro en los ojos. Quien solo conocía la oscuridad ahora conoce el rostro de Dios. Es también seguir confiando en el amigo que aparentemente ha fallado cuando más falta hacía; y ese retraso en llegar ha servido para descubrir su verdadero rostro. Como diría Ezequiel, “yo mismo abriré vuestros sepulcros… y cuando abra vuestros sepulcros, sabréis que yo soy el Señor” (Ez 37, 12).
La Transfiguración es un anticipo de la meta, de la Pascua. La grandeza es que la meta puede ser el mismo camino. Camino cuesta arriba como el que va de Jericó a Jerusalén. Los obcecados en llegar a la meta tenían prisa y no podían pararse. Probablemente ni vieron al que estaba tirado en el camino. Sólo el que tenía prohibido entrar en el templo, encontró el rostro de Dios en el camino. Venía de allí, de Jerusalén, la Ciudad Santa y, estando en lo más alto, quiso descender a lo más bajo de la tierra. Allí se cruzó con el que habrían de caminar juntos: Con verdadero ayuno (Se privó de su alimento, vino y aceite, para curar las heridas). Con auténtica oración (Bajarse de su cabalgadura; reconocer que hay “otro” que ha de estar por encima de mí y ese necesitado es el mismo Dios). Y con efectiva limosna. (“Cuida de él y si gasta más, yo lo pagaré a la vuelta).
Tengo como misión visitar la cárcel. Ahí estará mi cotidianidad durante la Cuaresma y la Pascua. Cotidianidad que no suele ser “repetitiva”. Si hay algo que he aprendido en todos los años que visito a los presos ha sido excluir de mi vocabulario lo del “yo ya lo he visto todo”. Siempre hay algo que sorprende, muchas veces como un infierno; pero también la cárcel puede ser una experiencia de Tabor. No sé cuántos ni quienes se cruzarán en mi camino. Sean quiénes sean: “Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro (Sal. 26).