En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros» (San Lucas 6, 27-38).
COMENTARIO
Esta página evangélica nos revela lo más profundo del amor de Dios con nosotros: su perdón y su misericordia. El nos lleva al Cielo pero antes otorga el perdón a los que lo deseen. Así actúa Dios. Es hermoso. Es fácil de entender porque se trata del mismo Dios. El asunto está en que ese Dios nuestro tan bueno nos pide que seamos como él. San Pablo nos dice que seamos imitadores de Dios como hijos amados y caminad en el amor (Ef 5,1-2)
El verbo que usa el evangelista san Lucas para referirse al amor al enemigo es del más alto nivel. No es un amor de pura amistad social ni un amor familiar o interesado. Se trata de amar con amor divino.
“Difícilmente se encontrará uno que muera por un justo, pues por el bueno tal vez alguno se anime a morir. Mas Dios acredita su amor con nosotros en que siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,6-8)
La calidad de ese amor nos la comunica Dios por el Espíritu santo. Y por eso debemos amar como él lo hace y lo hizo. Con un amor oblativo no captativo o egoísta. La perfección consistirá en recibir y comunicar esa misericordia divina a todo el mundo y en especial a los que son más difíciles (Lc 6,36)
Cristo en su iglesia nos dejó dos prendas que hablan de su corazón divino: el agradecimiento (Eucaristía) y el perdón (Reconciliación) Estos dos sacramentos en especial constituyen el centro de la vida de los sacerdotes. Ellos prolongan la actividad redentora de Cristo. Son dos puntos sensibles y esenciales: el agradecimiento y el perdón. El que no agradece y no pide no conoce los sentimientos de Cristo, no conoce de corazón su vida.
El Señor se queja de que solamente un leproso fuera a darle gracias (Lc 17) El instituyó la Eucaristía como la forma más perfecta de alabanza en esta tierra al Padre. Decía san Bernardo que el pecado más horrendo es el no ser agradecidos. No es cuestión de pura educación sino de algo más interior y vital. El que sabe agradecer está en condiciones de profundizar en las vías de la humildad y así vivir en amor verdadero. En el amor verdadero se encuentra la salvación.
La gratuidad tiene que ver con lo gratis como el amor con lo amoroso. Gratis hemos recibido, gratis hemos de dar (Mt 10,7-15). Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia (Salmo 117) “Todos los sedientos, venid a las aguas, y los que no tenéis dinero…” (Is 55)
Es nota principal del amor lo gratuito. Amar y perdonar constituyen el centro del mensaje cristiano. Y es eso lo que convierte el corazón humano. Es amor gratuito y ese perdón noble que libera y sana realmente.
El texto que nos ocupa habla de perdonar a los ingratos, los desagradecidos, y los directamente malos. La categoría de no agradecido debe ser más nociva de lo que a simple vista se ve. Un no agradecido es uno que no ha conocido la Eucaristía ni su espíritu. El que no da gracias puede estar en vías de amplia soberbia. El Evangelio dice que hay que amar precisamente a esos que no reconocen los beneficios. Esos…, constituyen una categoría de personas.
Y luego están no ya los malos, que somos todos (Lc 11,13-15) sino los que se dedican al mal, los perversos. Esos… también han de ser objeto de nuestra ternura, dando así facilidades de redención.
Cristo en la cruz sabe amar a todos. Ninguno se escapa. Es la cruz la potencia del amor más grande. El reino de los cielos padece violencia… (Mt 11,12) No es la violencia militar, física o política de orden y mando. Es la “violencia” del amor, de ese amor esforzado y valiente que comunica Dios a los que se lo permiten.
La sabiduría cristiana consiste en saberse poner debajo, detrás y dentro de la que persona a la que se ama, sea como sea.
El enemigo, el molesto, el no agradable, el miserable, el rastrero, el malo… todos son engullidos por la misericordia divina. “No tienen necesidad de médico los sanos sinos los enfermos” (Mt 9,12). Si tuviéramos más presentes estas palabras seríamos distintos de lo que somos. Un médico que se queje de las enfermedades de los demás tiene muy poco de médico. Un cristiano que no quiere perdonar tiene muy poco de cristiano. Son los enfermos los que especialmente necesitan nuestro amor. Nosotros, también enfermos, recibimos a raudales las medicinas sacramentales. Pertrechados con tanta gracia podremos amar como Dios desea que lo hagamos.
El evangelio nos habla de actitudes fuertes propias de un amor fuerte, divino. Amores heroicos que dejan el alma limpia. Hacer el bien al que nos hiere, al que nos roba, al que… Eso, eso es lo que pide el amor cristiano.
“A quien tome lo tuyo no se lo reclames”. Es así el amor de Dios. Sin juicios, sin condenas… Dando y solo dando. “Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones” (Flp 2,14). Si no se hace así el amor al malo no es tan bueno.