En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros» (San Lucas 6, 36-38).
COMENTARIO
Me pregunto lo fácil que sería todo si creyéramos firmemente y con total convencimiento en la Palabra de Dios. Cómo viviríamos si, cada día nos levantáramos creyendo que, si somos misericordiosos, si no juzgamos, si no condenamos, si perdonamos, si damos…entonces, obtendremos a cambio lo mismo de Dios pero de manera mucho más generosa y rebosante.
La realidad del hombre es vivir con una naturaleza dividida entre la bondad a la que aspira y sus acciones tantas veces alejadas de esa aspiración. Existe dentro de nosotros una voluntad que tantas veces nos arrastra y nos condiciona como decía San Pablo en Romanos 7:19 “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. 20 Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. 21 Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: Que el mal está en mí.”
La única fuerza capaz de transformar esa dualidad entre nuestro deseo y nuestras obras está en Jesucristo, está contenida en su Palabra y es ella la que vence toda resistencia y toda desesperación.
No se trata de que el hombre llega a ser bueno por sus propias fuerzas, tratando de someter su voluntad a base de preceptos y normas, lo que los antiguos llamaban la Ley. Se trata de acercarse a Jesús, sabiéndose débil e incapaz, reconociéndose pequeño e inerme, arrodillarse bajo su cruz, y dejándose envolver por el agua y la sangre que brotó de su costado y que fue su Evangelio. Nosotros no podríamos amar a Jesús si Él no nos hubiera amado primero, no podríamos llegar a ser buenos si Él no hubiera clavado en su cruz toda la debilidad de hombre.
Nunca nos pidió que el camino para ser misericordiosos, para no juzgar, para perdonar, para dar, lo teníamos que hacer solos. Fue voluntad de Dios, entregar a su Hijo al mundo para transformar nuestro corazón y combatir nuestra inclinación al mal: «Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.” Ezequiel,36
Por lo tanto, dejémonos envolver en Jesucristo y su Palabra, deseemos que ella nos acerque a su “sangre purificadora” y entonces, podremos decir como San Pablo en Gálatas 2,20: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mi”.