«Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”». (Lc 2, 22-32)
Buscar la Verdad es inherente a nuestra naturaleza humana, aun en medio de dudas y titubeos. Ocurre por igual al creyente en Dios y al ateo que le niega. A ambos se les plantea en términos igualmente dramáticos: la teatralidad, la representación —en el buen sentido de la palabra— de la existencia se realiza en el escenario de la búsqueda, las dudas, las certezas, las evidencias, los límites y la frontera final.
Una “puerta” está ante nosotros desafiando nuestra vida. Es el asunto del que habla el Evangelio de Lucas hoy. Tengo una opción que hacer: abrir y pasar al otro lado, o ¡cierro de un portazo!
Lo que Simeón profetiza a María acerca de su hijo es para nosotros una cuestión decisiva: caso de que Dios exista, ¿está Él como están los demás existentes en el mundo, en mi mundo? Si vivir es caminar peregrinando, la certeza de la fe es tanto punto de salida como meta de llegada. Porque nos lleva indefectiblemente ante la puerta y a extender la mano al picaporte y accionarlo. De Dios es la cosa de “garantizar lo que esperamos y la prueba de lo que haya al otro lado” (Hb 11,1). La veracidad de Dios queda atestiguada en el impulso que nos anima a la Verdad: es el mismo oráculo que Simeón tenía del Espíritu Santo para ir todos los días al Templo. Esta revelación está en la entraña misma de nuestro ser persona humana: está allí donde la muerte nos proporciona la dimensión auténtica del tiempo y del existir humanos. No morir sin encontrar al Dios verdadero en la Verdad de Jesús es una promesa que no defrauda.
De otro modo: la muerte, en el plan providente de Dios, encamina al Amor de Dios en Cristo, definitivamente. Simeón es el paradigma de esta certeza de fe porque su esperanza de no morir sin haber “visto” antes al Mesías de Dios, es reclamo (como lo es la muerte) de Verdad en el Amor, ya sin frontera alguna. A la luz de las Candelas de hoy se comprende mejor que no somos sino tiempo que se rescata plenamente al morir, que es con mucho lo mejor. De ahí: “Ahora ya sí, Señor, puedes dejarme ir en paz”.
Empujar la puerta y pasar es hacer el gran descubrimiento de la fe: La Puerta es Cristo Jesús mismo (Ap. 3,8). Y nos viene en brazos de María. ¿Qué decirle a ella? Los versos finales de “Los cuchillos de nuestra Señora”, en alusión a la profecía de Simeón, que escribiera Gómez Manrique:
«Entera consolación
en nuestros grandes conflitos,
de los míseros aflitos
una segura mansyón,
ruega, Señora, por mi
ante aquel
fijo de Dios, Emanuel,
e de ty».
César Allende