«En aquel tiempo, vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él. Entonces lo avisaron: “Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte”. Él les contestó: “Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra”». (Lc. 8, 19-21)
Los que ya peinamos canas —cada vez menos y no porque el pelo se esté volviendo negro— a buen seguro que entre nuestros recuerdos de infancia y adolescencia gozan de un lugar privilegiado los famosos “payasos de la tele”, sobre todo sus canciones. No tan famosa como “La gallina turuleta”, el “¡Hola don pepito!, o la niña que antes de almorzar no pudo jugar porque tenía que planchar (hoy esta canción estaría prohibidísima), me viene a la mente esta otra que decía: “No hay nada más bonito que la familia unida…”. Años después saltaba la noticia en la prensa del cotilleo de que todo el clan de primos, hermanos, tíos y sobrinos, estaban a la greña; peleados todos entre sí, entre otras cosas, por a quién pertenecían los “royalties” de esta canción. Pues eso: la familia unida, ¡qué bonito! Por cierto; tuvieron la cara dura de seguir haciendo grabaciones.
Y no seré yo quien ponga en tela de juicio a la familia ni su importancia en la sociedad. Al contrario, a pesar de los ataques que sufre desde todos los ámbitos de los medios de comunicación, a pesar de la poca, o casi nula, ayuda que recibe de los poderes públicos, sigue siendo en todas las encuestas sociológicas la institución más importante. ¡Cuántas situaciones verdaderamente dramáticas provocadas por la crisis hubiesen sido catastróficas a no ser por la familia (especialmente los abuelos y el milagro de las “pensiones de goma”)!
Y ahora nos vamos al relato evangélico de hoy. Así, en una primera lectura: ¿no es un desaire, cuando no un desprecio, de Jesús hacia su familia?
Y eso con la suya; pero es que además incita a sus seguidores a hacer lo mismo: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí; no es digno de mí.” Creo haber comentado en otra ocasión que mi madre se pone de los nervios cada vez que lee o escucha un relato de este tipo. “¡Seguro que eso está mal traducido!”, increpa. Y yo la entiendo: ¿cómo puede relativizar el mismo Jesús nada más y nada menos que el cuarto mandamiento de la Ley de Dios?
Y, repito, no seré yo quien ponga en tela de juicio a la familia ni su importancia. Si hay que buscar un entorno donde se es querido gratuitamente —no por lo que eres, o por lo que produces o aportas— seguramente es la familia ese lugar. Pero, ¡ojo! que también puede existir la tentación, y en ello estamos, de que este amor gratuito vaya derivándose en un amor posesivo, a veces neurótico, obtuso, miope: ¡vamos!, la abuela que en la jura de bandera vocea: “¡Hay que ver que todos llevan el paso cambiado menos mi nieto!”… Padres que delegan la educación de sus hijos, a los que no ven en todo el día, en manos de los profesionales del sistema, a los que por un lado ignoran qué adiestramiento imparten y por otro amedrentan y amenazan ante cualquier posibilidad de corrección. (“Yo por mi hija, ¡mato!”, frase que todos sabemos de dónde viene… pero ya te estabas lucrando de la niña, incluso antes de nacer… y ahora ya no es tan niña… ¿quién mata a quién?)… Hijos que se desentienden de sus padres y hasta creen hacer un acto de humanidad llevándoles a carísimas y súper acondicionadas “antesalas de la muerte”. (Conozco el caso de una anciana interna en una residencia de lujo que todos los domingos se ponía de “punta en blanco” porque iba a ir a visitarla su hijo. Este se pasaba meses sin aparecer; y esta mujer, esta madre, siempre encontraba o improvisaba, una justificación para argumentar la ausencia de su hijo).
¿Vais viendo por dónde van los tiros? Podemos estar hablando de “unión familiar” pero de distintos tipos de lazos: un amor egoísta, posesivo, que puede hacer del concepto “familia” un mito o ídolo que, al mismo tiempo que cantas “no hay nada más bonito que la familia unida” (cosa que es verdad), hace que estés llevando a tu propio hermano ante los tribunales, y además te asiste la razón, por una mísera herencia.
No se entiende así la familia desde el evangelio (o sea, buena noticia) de hoy: el amor de Jesús es un amor oblativo. El amor de María es un amor oblativo —y aquí no aparece José, pero ¡anda que no tuvo que crucificar su mente el hombre! —. Así se entiende la Sagrada Familia de Nazaret como modelo de toda familia. Ninguno vive para sí.
María dijo “sí” a tener un hijo que superaba toda su razón, confiando en que para Dios nada es imposible, y que ya desde niño avisaba que él tenía que dedicarse a los asuntos de su “Padre”. Y María, ya desde el principio, entregaba a su Hijo a toda la humanidad, guardando estas cosas en su corazón.
Jesús no se reserva a su Madre para sí. La entrega a toda la Humanidad al pie de la cruz: “Hijo, ahí tienes a tu madre”… y desde entonces, aquellos que como Juan, o como Lucas, el evangelista de hoy que aprendió quién era Jesús de labios de la propia María, la acogieron en su casa, y son testigos de que nadie como Ella ha sabido estar a la escucha de la Palabra de Dios y ponerla por obra.
Con María en casa, los hermanos crecen. La familia de Jesús es “familia numerosa” y “no hay nada más bonito que la familia unida”, como decía el payaso Fofó.
Pablo Morata