«En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”. Respondió Jesús: “El primero es: ‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. El segundo es este: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay mandamiento mayor que estos”. El escriba replicó: “Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: “No estás lejos del reino de Dios”. Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas». (Mc 12, 28b-34)
Esa es la frase con la que abogados y fiscales terminan los interrogatorios a testigos o inculpados. Lo cierto es que el evangelio de hoy se cierra con esa constatación: nadie se atrevió a hacerle alguna otra pregunta a Jesús. El letrado que le había interpelado no salió mal parado.
El escriba formuló una pregunta muy incisiva. De un lado, aludir al «primer mandamiento» implicaba aceptar una jerarquía entre los muchos preceptos de la Ley y, de otro lado, categorizar lo prescrito como un «mandamiento» era presuponerle una cierta naturaleza normativa. La pregunta era todo menos ingenua.
Pero Jesús la encaja, no rehúsa contestar. Al contrario, aprovecha la ocasión para dejar claro ante todos —propios y extraños— que Él «lee» autorizadamente las Escrituras (que hablan de ÉL). Ahora bien, aunque hay un «primer» mandamiento, conocido de todos —el Shemá— Jesús destaca que hay un segundo. «El segundo es este: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo”». Le preguntan por el primero y ÉL presenta dos mandamientos.
Y es en este punto —al captar esto— cuando el escriba se gana un elogio muy próximo al que el Redentor anunciará al Buen Ladrón en el Calvario. «No estás lejos del reino de Dios». Se comprende que ya nadie se atreviera a preguntar nada. El coloquio había dejado descolocados a cuantos lo seguían. A decir verdad, la reacción no era nueva. A los doce años ya dejaba boquiabiertos a los más sabios en el Templo de Jerusalén «por su preguntas y respuestas».
Ciertamente es admirable la osadía del escriba, que no contento con interpelar a Jesús con una pregunta preñada de trascendencia, se atreve a «reescribir» la respuesta del nazareno. Cuando repite lo que Jesús ha dicho, cambia la «declaración» del Maestro. Jesús ha distinguido con toda precisión un primer mandamiento y un segundo. Y, sin embargo, nuestro escriba, que se transmuta de interrogador a confesante, refunde y unifica el mandamiento: «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios».
Es esta refundición, mejor que el mérito de la pregunta, lo que premia el Señor con la «cercanía del Reino». Pueden destacarse tres datos. En primer lugar lo reconoce como «Maestro». El escriba —que según refiere el Evangelio se había dirigido a Jesús— con la respuesta se deslumbra y reconoce al Maestro. En segundo lugar, y coherentemente, hace una cosa inusual entre los humanos; «darle la razón al otro», se adhiere a la enseñanza de Jesús porque «tiene razón». Y en tercer lugar, y yendo al fondo, siente delatada y descubierta toda su mentira existencial y, sin que nadie haya hablado de ello, posterga los holocaustos y sacrificios. Queda clara la denuncia: decir que amamos a Dios sobre todas las cosas y, consecuentemente, tributarle toda clase de holocaustos y sacrificios puede ser una inmensa falsedad, pura hipocresía, tal vez idolatría. Los sacrificios y holocaustos —que se quedan fuera de nosotros— no autentican el amor a Dios.
En el primer mandamiento, formando parte de él, está inscrito el «amarás a tu prójimo como a ti mismo». El otro eres tú, lo que le pasa al otro te pasa a ti, lo que le preocupa al otro te preocupa a ti, lo que le duele al otro te duele a ti; lo del otro es lo tuyo, lo que esperas del otro dáselo tú; cuida del otro como te cuidas tú, desea el bien al otro como lo quieres para ti; trabaja por la felicidad del otro como te ocupas sin tregua de la tuya.
El escriba que es aprobado por el Señor es uno que anuda en un único mandamiento el amor a Dios y el amor al prójimo. Viene a ser lo mismo, si es que es auténtico amor. Nadie que ama a su prójimo detesta a Dios y nadie —¡nadie! — que se desentiende de su prójimo ama, en verdad, a Dios, por mucha religiosidad que despliegue. Procurando a mi próximo su bien de continuo, con el mismo amor (enfermizo) que me tengo a mí mismo, con esa misma intensidad y esa misma omnipresencia, así, habré vislumbrado el «primer» mandamiento y, por la benevolencia del Señor, estaré cerca del Reino.