«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis solo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis solo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.» (Lc 6,27-38)
El comienzo de este Evangelio dice: “A los que me escucháis os digo…”. El mandamiento principal de la Ley es precisamente: “Escucha Israel…”. Sin escuchar no se da crédito a la Palabra y su puesta en práctica es inviable. En otro lugar Cristo dirá: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica, esos son mi madre y mis hermanos”.
Cuando se proclama esta Palabra, últimamente la escucho de rodillas, porque tengo la convicción absoluta de encontrarme ante el corazón de Cristo, que es el corazón de Dios. Habla de un amor que no tiene límite; solo Dios puede amar así.
En Cristo hemos conocido este amor, en Él hemos sabido del inmenso amor que Dios nos tiene: un amor que en la cruz se ha mostrado tal cual es, sin límite alguno. Y toda iniciativa ha partido de Él, que nos lo ha mostrado y nos lo muestra cuando menos lo merecemos, cuando no somos buena gente, cuando somos soberbios, cuando extorsionamos, cuando mentimos, cuando traicionamos, cuando somos sucios, cuando somos violentos, cuando nos convertimos en sus enemigos…
Nos ha amado así, sin darnos explicaciones y sin exigencia alguna. Nos ha amado como lo hizo con los que le clavaban en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Nos ha amado como al buen ladrón: “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”. Nos ha amado como el Buen Pastor ha buscado a la oveja perdida, dejando a las que estaban a buen recaudo. Nos ha amado como aquel Padre que recibe al hijo perdido que le había tirado la herencia a la cara, malgastándola y hablando mal de Él…
Lo mejor de esta Palabra es que nos busca: “Seréis hijos del Altísimo”. Para ello se precisa escucharla en silencio, guardarla en el corazón, ponerse a su sombra, y pedir ese espíritu para nacer de lo alto, para encarnarla, para tener su naturaleza, para ponerla en práctica y ser así “su madre y sus hermanos”.
Enrique Solana