A estas alturas, más de uno se preguntará, no sin cierta envidia: ¿cómo pudo alcanzar Pablo esta fe tan sólida, tan insobornable a toda vanidad y prebenda, y, sobre todo, tan irreductible al más leve asomo de mediocridad? ¿Acaso fue un privilegio especialísimo de Dios en función de la misión que le había confiado?
La respuesta es simple y llanamente: no. Dios no hizo, respecto de la fe, privilegio alguno ni con Pablo ni con nadie. Por supuesto que la fe, al igual que la gracia, son dones de Dios. En cuanto don, la fe es una propuesta de Dios; y no hace falta tener muchas luces para saber que la propuesta, como tal, tan sólo se cristaliza en la medida de su aceptación. Para Pablo, aceptar esta propuesta de fe implica entrar en un arduo y, no pocas veces, desgastador combate. Él lo llama el combate de la fe, y también la noble competición.
Esto nos da pie para expresar una nueva confidencia del apóstol a su íntimo amigo y compañero de misión. Confidencia en extremo valiosa, pues aunque es susurrada por un prisionero que percibe próxima su partida, su muerte, en realidad es un imponente cántico de un águila real a punto de emprender su último y victorioso vuelo. Oigámosle: “Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe” (2Tm 4,6-7).
Quizá sea en su carta a los Filipenses donde encontramos las líneas maestras del combate con su consiguiente aplastante y total victoria. Vamos a intentar desentrañar este su testimonio antológico de su amor a Jesucristo, un amor excluyente… en el sentido de que excluye, se libera, pierde todo aquello que le pudiera suponer un impedimento para vivir en Jesús, su Señor y Maestro.
A lo largo del capítulo tercero de esta carta, Pablo va enumerando sus logros, sus cimas de poder que le habían proporcionado una más que holgada gloria ante los suyos. Parece que no podía pedir nada más de la vida. Su status social y religioso denotaba a las claras que era un triunfador.
Para explicar su cambio, Pablo empieza una letanía de títulos diciendo: soy hebreo e hijo de hebreos, fariseo, doctor de la Ley, intachable en lo que respecta a ésta, hombre de confianza de los sumos sacerdotes, etc.
Sí, todo esto y más que proclama en otras cartas, son el cuerpo que constituía su exaltación en la tierra…, hasta que conoció a Jesucristo. Fue entonces cuando toda su ganancia se convirtió en lastre que debería soltar. Perdió todas estas cosas, o mejor dicho, las cambió por la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, su Señor: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo” (Fl 3,8). Pablo, al igual que el mercader del que habla el Evangelio, se despojó de todo para adquirir la perla preciosa que había apasionado su corazón y su alma: el Señor Jesús (Mt 13,45).
He aquí lo que podríamos llamar la fórmula mágica de la que se sirvió Pablo para encontrarse cara a cara con Jesucristo, y también para vivir desde entonces abrazado a Él: “Para mí la vida es Cristo” (Fl 1,21). Por Él perdí todas las cosas. Siendo fieles a su pensamiento y trayectoria, podríamos poner en su boca: Y cuando perdí todas las cosas por mi Señor, no me dio una úlcera de estómago, como a los victimistas cuando creen que hacen algo por el Señor. Son tan heroicos que se cobran en lamentos lo que creen haber dado a Dios. Continuaría diciendo Pablo: Toda la gloria que continuamente reciclaba en mi ego, me pareció basura al lado de la oferta de Dios. Esta oferta era su Hijo. Y a su vez, el Hijo me ofreció al Padre.
Así pues, no llamaremos a la grandeza de fe de Pablo ni privilegio ni predilección. Lo llamaremos lucidez, supo poner las cosas en su sitio. Una vez que se encontró con Dios, no descansó hasta vivir en comunión con Él con la bellísima lucidez de que ¡ya no tenía nada que perder! ¡Lo había perdido todo, por lo que su alma, en la más completa virginidad, se acercó a Dios y en Él se recostó!
El drama que, como si fuera un cáncer, impide al hombre una experiencia así, no es otro que el hecho de que tiene aún muchas cosas que perder. Y va a ser que no las va a perder nunca porque son irrenunciables a sus quereres, a su inmadurez. Digo inmadurez porque la verdad es que no son más que torres de Babel tan maltrechas que el mismo tiempo se encarga de erosionar. Lo más fácil y sensato sería dejar de apuntalarlas de forma que cayesen por su propio peso. Esto sería sin duda lo más fácil y sensato. Pero hay un problema para estas personas -que a lo mejor somos nosotros-: Dios no es fiable. Jesús y su Evangelio tampoco.
Ésta es la diferencia radical con Pablo, la columna vertebral de su fe: “Sé de quién me he fiado”; que, por cierto, suena demasiado lejana y átona. A veces no es más que una pobre melodía de las muchas que rellenan nuestras celebraciones. Nada más. Mientras tengamos miedo a perder tantas y tantas banalidades aun cuando estén enmarcadas en pensamientos áureos, es imposible decir con la boca, el corazón y el alma: sé de quién me he fiado…, hasta tal punto lo sé que lo perdí todo por estar permanentemente con Él.
Antonio Pavía.