«En aquel tiempo, Jesús llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla? Quien se avergüence de mí y de mis palabras, en esta generación descreída y malvada, también el Hijo del hombre se avergonzará de él, cuando venga con la gloria de su Padre entre los santos ángeles. Y añadió: “Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto llegar el reino de Dios en toda su potencia”». (Mc 8,34-9,1)
1. Si dividiéramos el Evangelio de San Marcos en dos partes, como hacen los estudiosos (la que va desde el comienzo de su predicación hasta 8,33, y la que sigue a partir del texto de hoy), veríamos que en esa primera se nota el mesianismo que esperaban los judíos, incluidos Pedro y los apóstoles, mientras que, en la segunda, se aprecia el que encarna Jesucristo: el que pasa por la cruz. Estamos, pues, ante un texto importante; solo que son tantas las ideas que contiene el evangelio de hoy que difícilmente podríamos decir que Jesús pronunció un discurso así de seguido; más bien parece que fue San Marcos quien, por haber escuchado al Señor directamente o por habérselo oído contar a su maestro Pedro, las sintetizó:
– Seguir a Jesús conlleva cargar con la propia cruz.
– Hay un paralelismo antitético entre salvar-perder la vida.
– Ganar todo el mundo a costa de perder el alma es una solemne fruslería.
– ¿Qué se entiende por «alma»? ¿Es que el cuerpo no pinta nada?
– Ser «de» Cristo, o sea, pertenecerle a él, implica confesarle siempre y en todo lugar.
– Esta generación es adúltera y pecadora.
– Algunos no morirán sin ver antes la gloria del reino de Dios.
Así pues, demasiadas cosas para desarrollarlas en tan pocas líneas.
2. Creo que nos encontramos con una de las palabras más duras de Jesús: cargar con la propia cruz, es decir, pegarse al sufrimiento, como algo connatural con la salvación del alma… (ver mi artículo «Niégate a ti mismo» en el n.º 42 de la revista Buenanueva (sept.-oct. 2013), págs. 62-67). Digamos enseguida que el sufrimiento, la cruz, no tiene valor alguno en sí mismo (de la misma manera que la pobreza, por ejemplo, es una desgracia): Jesucristo no era un estoico y mucho menos un masoquista. Solamente la cruz, aceptada libremente por amor, redime (del mismo modo que la pobreza por el reino de los cielos es una bienaventuranza). Dios es Amor, no es sacrificio; y el amor, si es verdadero, convierte el madero de la cruz en lecho de amor; mientras que el mero sacrificio (el estoico) no conduce al amor: «Si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría» (1 Cor 13,3). Palabra dura hemos dicho, que, a su vez, está en el contexto de haber llamado «Satanás» al propio Pedro, por haber anunciado que él iba a morir en Jerusalén y Pedro (¡machote él!) quiso disuadirlo. Jesús no se anduvo con contemplaciones y no se mordió los labios: me abrazaré con la cruz —que no deja de ser un misterio—, cuyo camino llevará luego a la resurrección; lo demás son apaños, tontas (o sutiles) componendas y, en el fondo, puras bagatelas.
3. «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?». Hoy, más que ayer, hay un impulso acelerador hacia delante en nuestra civilización: toda nuestra cultura, la ciencia y la técnica, la medicina, la microbiología, la astrofísica, la nanotecnología, los superordenadores, la robotización y la automatización, las redes neuronales, etc. están corriendo a marchas forzadas para conquistar el mundo, y es que, como decía el castizo, «las ciencias avanzan que es una barbaridad». Pero lo cierto es que en esta carrera se agota todo el deseo del ser humano si se fija como horizonte primordial, único y definitivo esa conquista ideal, tapándose los ojos ante lo que haya encima de ese horizonte. ¡Pobre tal hombre!, reducido así a la inmanencia de su propio ser caduco y finito, ahogando el irreprimible grito de ansias de infinitud de su corazón. El «tener» ha cedido y sucumbido al «ser», un «tener», por lo demás perpetuamente insaciable. Así es como se pierde al alma, o sea, la vida, el ser persona, la dignidad de hijos de Dios, llamados a resucitar con su propio cuerpo para toda una eternidad, más allá del tiempo y de la muerte.
4. Jesús califica a aquella (hoy esta) generación de «adúltera y pecadora». Ya se la había tomado el Señor contra su generación, porque, después de haber visto que con siete panes había dado de comer a «unos cuatro mil» (ver Mc 8,1-10), encima los fariseos le pedían un signo: ¿es que estaban ciegos o se lo hacían? El término original griego (mojalís, adúltera) está bien traducido, porque adúltera hace relación claramente a una infidelidad concreta en el ámbito sexual o, figuradamente —como recuerdan los profetas Isaías, Amós, pero ver como resumen el capítulo 16 de Ezequiel—, en el ámbito de la idolatría religiosa. Pienso que se debe hacer énfasis en infiel, en cuanto está relacionado con las exigencias que está proponiendo Jesús para creer en su persona y en su obra. Infiel, en sentido literal, es el que no tiene fe —porque nunca la ha tenido o porque la ha perdido—; pero en este contexto de Marcos es el que no quiere tener fe en Jesús, después de verlo y oírlo, como era el caso de los escribas, fariseos y ancianos.
5. No me resisto a un breve comentario al versículo 9,1: «Algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto llegar el reino de Dios en toda su potencia»: ¿Quiénes son esos tales? Pedro, Santiago y Juan, que, «seis días más tarde» contemplarán la transfiguración de Jesús en «un monte alto», como anticipo de la resurrección. ¿Y por qué seis días? Podían haber sido cuatro, o nueve, doce… Es una evocación de los seis días de la creación, que se verán culminados en la consumación final con la resurrección de los muertos y en la entrada en el reino del Padre…, precisamente por haber seguido a Jesús cargando con la propia cruz.
Jesús Esteban Barranco