«En aquel tiempo, Jesús estaba echando un demonio que era mudo y, apenas salió el demonio, habló el mudo. La multitud se quedó admirada, pero algunos de ellos dijeron: “Si echa los demonios es por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios”. Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo en el cielo. Él, leyendo sus pensamientos, les dijo: “Todo reino en guerra civil va a la ruina y se derrumba casa tras casa. Si también Satanás está en guerra civil, ¿cómo mantendrá su reino? Vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belzebú; y, si yo echo los demonios con el poder de Belzebú, vuestros hijos, ¿Por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero, si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros. Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero, si otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte el botín. El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama”». (Lc 11,14-23)
El Evangelio nos narra las idas y venidas de Jesús por los senderos de Galilea. Hoy nos lo manifiesta haciéndose el encontradizo con unos y con otros, y anunciando a todos la llegada del Reino de Dios. A lo largo de los tres años de predicación, de vida pública, Jesucristo va abriendo la inteligencia y el corazón de quienes le escuchan, para que reciban la luz de Dios y descubran el amor de Dios Padre. Además de hablarles en parábolas y de enseñarles con su ejemplo, lleva a cabo esta tarea realizando tres grandes acciones: sana a los enfermos, perdona los pecados y expulsa a los demonios.
Cuando sana a los enfermos surgen algunas dudas en quienes viven la escena, pero al final no tienen más remedio que dar fe de lo que ha ocurrido: quien antes estaba cojo, ahora anda; quien estaba ciego, hora ve; quien estaba paralítico, sigue a Jesús con su camilla a cuestas, y regresa a casa sin la ayuda de nadie. Y todos los enfermos curados le dan gloria y gracias, salvo los nueve leprosos que no regresaron después de ser sanados.
Cuando perdona los pecados se alza una duda en el corazón de la muchedumbre: ¿cómo puede este hombre perdonar los pecados, si solo Dios tiene el poder de hacerlo? ¿Quién le ha dado ese poder? Algunos afirman que Dios está con Él; que el Señor es un hombre santo y por eso tiene ese poder de perdonar; pero los fariseos y los escribas rechazan esas afirmaciones. ¿Cómo puede haber llegado Dios a la tierra sin haberles dicho nada? Ellos tienen el poder del templo, ellos son los representantes oficiales de Yahvé. Nadie fuera de su círculo puede actuar en nombre de Dios, piensan.
En el Evangelio de hoy Jesucristo expulsa a un demonio. Una acción que siempre deja desconcertados a quienes le rodean. Sobre los demonios quien tiene poder es el diablo por excelencia: Satanás. ¿Será Jesús un enviado de Satanás?
Cura a los enfermos, perdona los pecados, echa a los demonios; y anuncia el Reino. El Hijo de Dios encarnado; verdadero Dios y verdadero hombre ha llegado a la tierra, y quiere llegar y vivir en el corazón de cada hombre.
Después de expulsar al demonio, Jesús sale al paso de los rumores que lo quieren situar del bando de Satanás: “Todo reino en guerra civil va a la ruina y se derrumba casa tras casa. Si Satanás está en guerra civil ¿cómo mantendrá su reino? (…) Pero si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros”.
¿Qué Reino es este? Es el mismo Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre; Quien además de recordar a Pilato que “mi Reino no es de este mundo” añade en otro pasaje : “El Reino de Dios dentro de vosotros está”.
El Señor echa al demonio del pobre hombre que está a sus pies. “Y apenas salió el demonio, habló el mudo”. El hombre en manos del demonio está mudo. No habla; no reconoce a Dios como su creador y su padre; no da culto a Dios, y no lo adora; rechaza ser hijo de Dios. Y no solo rompe las relaciones con Dios, su Creador, su Padre, su Redentor, su Salvador; el hombre influido por el demonio se destroza a sí mismo y pierde la alegría de “ser hijo de Dios”, se queda “mudo” porque solo piensa en “sí mismo”, solo habla consigo mismo; en su egoísmo, en su miseria, no ama. Y cuando el hombre no ama, “enmudece”; si acaso, grita, pero no habla, no conversa.
Ese “demonio” nos impulsa a no tener Fe en Jesucristo; ese “demonio” nos susurra al oído para que comamos “del árbol de la ciencia del bien y del mal”; nos tienta para que cambiemos nuestra conciencia y decidamos “libremente” lo que es bien y lo que es mal. Y al final quiere que le dejemos un lugar en nuestro corazón, como se lo dejó Judas: «Juan nos dice que “en ese momento, Satanás entró en el corazón de Judas”. Y debemos decirlo: Satanás es un mal pagador. Siempre nos estafa, ¡siempre! » (Papa Francisco, 14-V-2013)
El demonio es un mal amigo, un enemigo que pretende destruir la obra de Dios en nuestro ser, en nuestra persona, como destruyó en la suya. Él pensó que sería “libre” rechazando a Dios; y se encontró miserable y odiador. En su odio, el demonio dice al hombre: “sé libre”, “todo vale”, “haz lo que quieras”, “constrúyete a ti mismo”. Sabe muy bien que ese es el mejor camino para destrozar en el hombre “la imagen y semejanza” de Dios, con la que Dios, Creador y Padre, nos ha dado la vida.
Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI, Francisco; todos los últimos Papas nos han recordados a los cristianos la realidad de Satanás, y sus insidias para romper la unidad entre los cristianos, la unidad dentro del corazón de cada cristiano, la fraternidad de la comunión de los santos en la Iglesia.
El Señor, al final del Evangelio de hoy nos invita a la unidad con Él: “El que no está conmigo está contra mí, el que no recoge conmigo desparrama”. Nos invita a pedirle perdón por nuestros pecados, a que le abramos el corazón en el sacramento de la Reconciliación y pueda aposentar en nosotros el Reino de Dios.
Las grandes obras de arte que nos han transmitido la figura de la Inmaculada, la han representado aplastando la cabeza de la serpiente, símbolo bíblico de Satanás. La devoción a la Virgen Santa María, y más en este tiempo de Cuaresma, prepara nuestro espíritu para rechazar las tentaciones de pecar, y abrir el alma al Amor de Dios, al Amor de Cristo.
Ernesto Juliá Díaz