En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección y le preguntaron: –Maestro, Moisés nos dejó escrito: «Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano.» Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.
Jesús les contestó: –En esta vida hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir., son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob.» No es Dios de muertos sino de vivos: porque para él todos están vivos.
1) El evangelio de hoy nos plantea una cuestión importantísima, aunque nacida de una fábula, zafia y cateta, que se inventan unos saduceos para burlarse de Jesús. Es sabido que los saduceos (que surgen unos doscientos años antes de Jesús) forman un grupo elitista y aristocrático, compuesto tanto por sacerdotes, como levitas, gentes ricas y mercaderes opulentos, interesados, en resumidas cuentas por el dinero y el poder, sin necesidad de echar mano de un cielo después de la muerte. Admiten el Pentateuco y se pasan por el arco del triunfo todas las demás Escrituras. Así pues, agarrándose a la ley del levirato (ver Dt 25,5ss), y sin salirse de la Torá, pretenden avergonzar a Jesús como maestro —aunque cínica y burlonamente lo llaman “Maestro” para adular su atención— le proponen un cuentecillo de mal gusto: era más fácil imaginar que un hombre pudiera tener siete mujeres, pero no que una mujer pudiera tener siete maridos sucesivos, que van muriendo uno tras otro con una rapidez pasmosa (y para más ludibrio, sin dejar descendencia): estaba claro que en la resurrección de los muertos, se plantearía un absurdo: ¿de cuál de los siete hermanos será la mujer?, llevando así a Jesús a su propio terreno de increencia en la resurrección, de modo que Jesús debería concluir que no hay tal y, de rebote, dando la razón a los saduceos, se enfrentaría con los fariseos, que sí creen en la resurrección. En todo caso el Señor saldría malparado.
2) Si los saduceos se hubieran acercado a Jesús con el deseo honesto de aclarar dudas legítimas, hubieran jugado limpio; pero su aviesa intención iba derechita a poner en ridículo la creencia en la resurrección y a poner en apuros al Señor. Sin embargo, el Señor no se arredra, recoge el guante y, pacientemente —diría mejor “misericordiosamente”, usando misericordia con sus interlocutores de colmillo retorcido—, les ofrece una doble lección: primero, cómo hay que interpretar rectamente las Escrituras; y, segundo, los adoctrina sobre la vida eterna. La comprensión que ellos tienen del matrimonio se fundamenta en una relación carnal, que, según la ley natural, está puesta, en parte, para el relevo generacional, pues la procreación mediante el sexo es necesaria para mantener la raza humana: los hombres morimos y van naciendo otros; pero este dinamismo pertenece a “este mundo”. Jesús les enseña que en “el mundo futuro” las cosas no son así. Quienes “sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán” (Lc 20,35), porque ya no se muere nadie ni tampoco, pues, nace nadie: ya no hay ni marido ni mujer (“son como ángeles”: v. 36). Jesús no dice que los esposos de aquí abajo (“de este mundo”) dejarán de amarse, sino que allá arriba (“en el mundo futuro”) desaparece el deseo carnal. Quizás a alguien le puede parecer que eso supondría una privación de un placer (bueno de por sí en el matrimonio), sin darnos cuenta de que Dios (y los ángeles) no tienen sexo, porque eso más bien supondría una imperfección en la esencia divina, que es inmensamente feliz en su simplicidad absoluta. La vida del resucitado tiene otras alegrías que superan indeciblemente a la alegría que encuentra el marido con su esposa (ver Is 62,5). No sabemos muy bien cómo será esa nueva vida, aunque San Pablo, que había gozado del tercer cielo en éxtasis (ver 2 Cor 12,2ss) —y con él otros místicos, como Santa Teresa, San Juan de la Cruz y otros muchos—, nos pone el caramelo en la boca cuando nos dice que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Cor 2,9). Es cierto que, si conocemos bien a alguien, lo amamos; pues bien, en el cielo no pararemos de conocer siempre más y más a Dios (por toda la eternidad), y lo amaremos siempre más y más (eternamente).
3) La segunda lección de Jesús a los saduceos se refiere a la vida eterna. La muerte no tiene la última palabra sobre qué es el hombre y su destino. Sin salirse del guion de la Torá —es decir, si los saduceos argumentan con la Torá en la mano que no existe la resurrección, Jesús, recurre a la Torá en el episodio de Moisés y la zarza ardiente (ver Éx 3,1ss)—, el Señor les demuestra que el “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos” (Lc 20,37-38). Conviene distinguir entre resurrección (sacar a alguien de la muerte después de llevar muerto algún tiempo) e inmortalidad (la vida sigue después de la muerte). Los filósofos griegos llegaron a alcanzar el concepto de inmortalidad: es una doctrina propia de la razón natural; la resurrección en cambio es una verdad sobrenatural revelada por la Escritura (ver 2 Mac 7,1ss), principalmente por Jesucristo: “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,40); “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54); “Yo soy la resurrección y la vida [Jesús a Marta, inmediatamente antes de la resurrección de Lázaro]: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,25). No podemos olvidar ni sabemos dejar de saborear los dos himnos cristológicos de San Pablo (ver Ef 1,3-10 y Col 1,13-20): hemos sido creados para la vida eterna, para el cielo. El hombre, es natural, busca la verdad, el bien, el afecto, sentirse querido…; son ansias irrefrenables e insatisfechas hasta que nuestro inquieto corazón descanse en Dios (San Agustín): el cielo es mucho más que todo eso. Cristo nos promete calmar y colmar los anhelos más profundos de todo nuestro ser, no solo para el alma (la vida inmortal), sino también para el cuerpo, resucitándolo de entre los muertos.
Jesús Esteban Barranco