En aquel tiempo, criticaban los judíos a Jesús porque había dicho «yo soy el pan bajado del cielo», y decían:
–¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre?, ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?
Jesús tomó la palabra y les dijo: No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado.
Y yo lo resucitaré el último día.
Está escrito en los profetas: «Serán todos discípulos de Dios».
Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí.
No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios: ése ha visto al Padre.
Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo (San Juan 6, 41-52).
COMENTARIO
Hoy, el Evangelio se presenta un poco como la continuación del domingo pasado pero empezando por el desconcierto en el que los judíos estaban con respecto a quién era Jesús «¿No es este Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: ¿He bajado del cielo?». La vida de Jesús entre los suyos había sido tan normal que, el comenzar la proclamación del Reino, quienes le conocían se escandalizan de lo que entonces les decía. ¿Su carne podía ser un alimento para nosotros?
Pero Jesús emplea la humildad del pan este alimento básico y sencillo, como metáfora para hacer ver que más allá de la dimensión humana de cada persona hay otra dimensión que requiere también ser alimentada. El ser humano, llamado a trascenderse a sí mismo, tiene que esforzarse también continuamente para que su ciclo de vida no se quede sólo en lo material.
Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que existen muchas ofertas de alimento que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es sólo el que nos da el Señor. El alimento que nos ofrece el Señor es distinto de los demás, y tal vez no nos parece tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece el mundo. Por eso soñamos con esas otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que esos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud.
Cada uno de nosotros, hoy, puede preguntarse: ¿y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero alimentarme? ¿En la mesa del Señor que sacia para siempre y me da la vida? ¿O sueño con comer otros alimentos aparentemente mejores pero que ni sacian ni dan la vida y además comidos no en la libertad sino en la esclavitud? Esta es la enseñanza que nos trae el evangelio de hoy: solo Dios da el pan de la vida eterna, como decía el evangelio del domingo pasado, el que da la vida al mundo, a nosotros. Este pan, signo y figura de la eucaristía, del Señor que se entrega por los hombres no sólo tendrá la fuerza para caminar cuarenta días y cuarenta noches, como Elías; tendrá además la fortaleza que necesitamos para vencer las crisis de desánimo, de cansancio y de derrota; y además y sobre todo nos dará la VIDA ETERNA. ¿Qué más podemos desear?