En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros» (San Lucas 6, 36-38).
COMENTARIO
Recuerdo cuando estudiaba “Historia de la Iglesia Antigua” que una de las cosas que más me llamaba la atención era que entre las actividades y oficios que no podían ejercer los cristianos estaba la de “magistrado o juez”. La razón que esgrimía el profesor era que, si el juez no prevaricaba de acuerdo con el derecho de la época, en algún momento se vería obligado a tener que dictar alguna sentencia contra la vida humana, algo impensable entre los primeros cristianos.
Por otra parte, los jueces son necesarios para una adecuada convivencia. Curiosamente las cárceles, en su origen, fueron concebidas no para castigar a los infractores sino todo lo contrario, para protegerlos; para evitar que las masas enardecidas y “en caliente” se tomasen la justicia por su mano y dejando la proporcionalidad del “castigo” en manos de un tercero neutral a los hechos. (Por eso, y sirva como desahogo esta glosa, no hay nada más injusto, peligroso y a la vez demagógico que legislar a golpe de titular de telediario. Creo que se me entiende). Curiosamente también, en su origen, la ley del “talión” (ojo por ojo, diente por diente) no era una ley vengativa, sino restrictiva: “no dejes ciego a quien solo te ha dejado tuerto”.
Porque también es cierto que todos llevamos un juez dentro de nosotros, normalmente severísimo y a la vez cargado de razones. En mis muchos años que llevo visitando la cárcel he podido observar, con desánimo y comprendiendo al mismo tiempo, que aquellos que piden magnanimidad para su causa son categórica e incisivamente inmisericordes contra los infractores, incluso por simples errores, ajenos. ¡La que se puede montar por un café! No digamos ya el vacío, desprecio e incluso violencia que se ejerce contra aquellos que han cometido un delito que no entra dentro los cánones asumidos por el código interno.
Al mismo tiempo, también, si hay algo que he aprendido en todos estos años de pastoral dentro de la cárcel es a “no juzgar”. Y no por tener que asumir el rol de “moralina bonachona y comprensiva”, actitud esperada en un capellán penitenciario; sino más bien lo contrario: “Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que creen ver, se vuelvan ciegos” (Jn. 9, 39). Esta doble vara de medir que veo en ellos, es mi doble vara de medir. Yo también llevo dentro de mí ese juez implacable y severísimo que ve la paja en el ojo ajeno y no ve la viga en el propio. Para mí, la cárcel, ha sido ese “profeta Natán” que expone en tercera persona los hechos criminales de un sinvergüenza que, pertrechado en su posición, manda matar al pobrecillo para quedarse caprichosamente con su única ovejilla (cf. 2Sam 12). No hace falta ser Salomón para decretar: “Ese hombre merece la muerte”. Y justo en el momento en que dicto sentencia, ajustada a derecho, a razones e incluso al sentido común, me replica asertivamente y a la vez con vehemente ternura: “Ese hombre eres tú” (2 Sam 12, 7).
Por eso pido que, el día que haya de ser juzgado en el juicio definitivo se me juzgue con dos varas de medir, una vertical (el amor a Dios) y otra horizontal (el amor al prójimo) y cuando el Padre Eterno vea lo cortitas que se han quedado, Él sea generoso, colmado, remecido, rebosante… de misericordia y dirija su mirada hacia esas otras dos varas horizontal y vertical, de dimensiones infinitas en amor a Dios y al prójimo, y el fallo sea la misma sentencia que desde ellas se dictó para toda la Humanidad: “Padre, perdónalos…”