Con frecuencia nos sorprende la prensa con un nuevo caso de niños que han perpetrado sendos asesinatos en sus centros de enseñanza. Las víctimas suelen ser compañeros e incluso profesores. Curiosamente, estos casos no solían ocurrir cuando en los colegios no se atendía a su “educación sexual”, no se impedía a los profesores la práctica del castigo corporal y se enfocaba a los chavales para que, mediante una educación adecuada, pudieran elegir sus opciones en la vida, sin el miedo que hay ahora a “coartar su libertad”.
Estos casos invitan a meditar sobre la influencia que ha podido ejercer en tan lamentables comportamientos un conjunto de factores de los que debe responsabilizarse a los “mayores” como son: el aumento del número de familias rotas o con graves problemas matrimoniales de convivencia; la ausencia de diálogo con finalidad formativa entre padres e hijos; la irresponsabilidad de los padres que descargan su obligación educadora en los colegios; el abandono de los chicos que a todas horas pululan por las calles, el abuso de la televisión a la que se encomienda el papel de mantener a los niños sin que molesten y la desmesurada adición a móviles y todo tipo de maquinitas que, paradójicamente, han logrado establecer una incomunicación humana permanente sustituyéndola por todo tipo de contactos virtuales.
Para mejorar drásticamente una situación que clama al cielo, se necesitaría la colaboración de todos los grupos políticos, por encima de sus diferencias partidistas, con el fin de promover leyes que pongan coto a los pingües negocios de tantos desaprensivos que no tienen reparos en difundir pornografía y violencia, fabricar y distribuir armamento y propagar todo tipo de ideas demoledoras para las conciencias; todo con tal de incrementar hasta el infinito sus patrimonios.
Pero, también, y quizás fundamentalmente, en el ámbito personal, a todos nos convendría sopesar las consecuencias de muchas de nuestras decisiones, realmente funestas para nuestros hijos, motivadas únicamente por el deseo de satisfacer el egoísmo más rastrero.
Juan José Guerrero