En la Piazza Europa de Piazza Armerina, en Sicilia, el Papa ha dicho que las homilías no deberían durar más de 8 minutos, ni las misas más de 40.
“Cuántas veces he oído: “Ah, padre, yo rezo pero no voy a misa”. Pero ¿por qué? “Porque el sermón me aburre, dura cuarenta minutos”. No, toda la misa tiene que durar cuarenta minutos, pero un sermón que dure más de ocho minutos, no funciona”, ha dicho el Papa en una alocución en la Piazza Europa de Piazza Armerina, en Sicilia, en ese mismo viaje en el que se ha negado a dar a la multitud su bendición pontificia por no ofender a los no católicos que pudiera haber entre la multitud.
El discurso duró unos quince minutos, casi el doble del tiempo recomendado por él mismo para una homilía, ante una multitud que había pasado cuatro horas esperando al Pontífice, es decir, muchísimo más de lo que, según sus palabras, es el plazo máximo a partir del cual una misa se hace intolerablemente ‘aburrida’.
Vaya por delante que aplaudo calurosamente la recomendación papal. De hecho, creo recordar que su predecesor, Benedicto XVI, ya había recomendado los sermones breves, de no mucho más de diez minutos. La razón principal no es, creo, que la alocución del sacerdote vaya a hacer “aburrida” la misa, ya que la actualización incruenta del Sacrificio de la Cruz no es un espectáculo ni, como tal, tiene obligación alguna de entretener al personal.
No, las homilías deben ser breves, si se quiere, por lo contrario: porque corren el riesgo de convertir al sacerdote en el centro de la misa, algo a lo que ya colabora su conversión erga populum, cara al pueblo, tras la reforma litúrgica, detrayendo de la importancia central de lo que constituye el núcleo de la misa, la Consagración.
De hecho, esa referencia papal a quien deja de ir a misa porque es “aburrida”, ofreciendo como solución acortarla, me resulta un tanto desconcertante, y eso por dos razones. La primera es que, tratándose del Sacrificio Incruento de Cristo, el centro de la vida cristiana y, en puridad, donde se produce el milagro más grande que pueda contener el Universo, si existe consciencia de ese hecho nadie va a perdérsela por encontrarla “aburrida”, mientras que si se concibe meramente como una “celebración de la comunidad”, quien la encuentre aburrida durando hora y media la encontrará solo marginalmente más tolerable durando cuarenta minutos. Personalmente, y no creo ser el único, si algo me aburre y esa es razón suficiente para evitarlo, no me va a atraer por el hecho de que se abrevie.
La segunda razón es que el remedio que propone Su Santidad es, mutatis mutandis, el que expresa o tácitamente ha propuesto la jerarquía eclesiástica desde el último Concilio, a saber: ponerle las cosas fáciles a los fieles. Pretender que alguien que no va a misa porque le aburre va a empezar a ir si se acorta no es probable que ‘funcione’, por emplear el mismo verbo que el Santo Padre; pero, de hacerlo, lo haría con el tipo persona y por el tipo de razón menos aconsejables.
La Iglesia lleva tratando de adaptar sus prácticas al mundo desde hace medio siglos, y los resultados no son ni siquiera discutibles, porque las cifras están al alcance de cualquiera y son tan espectaculares que resulta difícil escamotear las razones.
Quien se acerque a la fe “porque es fácil”, porque la presentan fácil, cómoda, divertida, se alejará cuando se le presente la Cruz; y si la Iglesia nunca presenta la Cruz, no es la Iglesia de Cristo, es solo una extraña ONG gigantesca y redundante que, para colmo, resulta cada día más triste.