«En aquel tiempo, miles y miles de personas se agolpaban hasta pisarse unos a otros. Jesús empezó a hablar, dirigiéndose primero a sus discípulos:”Cuidado con la levadura de los fariseos, o sea, con su hipocresía. Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, nada hay escondido que no llegue a saberse. Por eso, lo que digáis de noche se repetirá a pleno día, y lo que digáis al oído en el sótano se pregonará desde la azotea. A vosotros os digo, amigos míos: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer más. Os voy a decir a quién tenéis que temer: temed al que tiene poder para matar y después echar al infierno. A este tenéis que temer, os lo digo yo. ¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno solo se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados. Por lo tanto, no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones”». (Lc 12,1-7)
En este pasaje del evangelio vemos a Jesús hablando con sus discípulos, pero no están solos; se encuentran ante miles de personas, que, lógicamente estarían escuchándolo, pues todos acudían a Él con ansia de oír su doctrina, además de beneficiarse de sus milagros.
Este detalle ya es significativo para nosotros: Cuando, como Jesús, se habla con veracidad y rectitud de intención; cuando el propio corazón rebosa amor hacia los demás, se puede decir todo sin temor al “qué dirán”. Es más, actuando así, se logra poner en la verdad a otras personas que pocas ocasiones tendrán de oír eso que les escuece y que necesitan conocer para no engañarse, ya que la hipocresía en las relaciones humanas es demasiado frecuente.
Lo que el Señor nos está transmitiendo en el inicio de este evangelio proporciona a cada uno de nosotros una buena ocasión para meditar sobre cómo solemos actuar, para rectificar lo que haga falta de nuestra conducta y, con la mayor humildad posible, para pedirle el don de la conversión. Solo así se nos concederá amar, de manera que podremos ser sus testigos, pues nadie da lo que no tiene y sabemos que “en las cosas de Dios”, o sea, para vivir el cristianismo, la única condición esencial es derrochar hacia todos el amor con el cual Él nos bendice.
Pero hay que entender bien esta actitud y no confundirla con otra que es muy diferente y bastante corriente: aquella que lleva a “decir a alguien la verdad” a base de cantarle las cuarenta; o sea, echándole en cara todo aquello que a nosotros nos molesta de él. ¡Y encima, nos escudamos en que Dios nos dice que hay que ir con la verdad por delante!, cuando lo único que buscamos es hacer daño, desahogarnos y… ¡que se entere!
A continuación, Jesús pone en guardia a sus apóstoles contra los hipócritas, es decir contra los que obran con falsedad diciendo lo contrario de lo que piensan, porque creen que eso es bueno para sus intereses; contra los aduladores de los poderosos y los que buscan ser adulados por los demás; contra los que juzgan con dureza las acciones de los otros y son sumamente comprensivos con sus propios defectos; contra los que se creen mejor que nadie, exageran sus méritos y desprecian los de cualquier otra persona. Todas esas actitudes hipócritas las condena Jesús y asegura que de nada han de servir, pues todo llegará a conocerse tal cual es; no tal como lo vemos o como quisiéramos que fuera.
Con el corazón en la mano ¿podemos decir alguno de nosotros que, en mayor o menor grado, nunca hemos sido hipócritas? Este evangelio nos invita a todos a una seria meditación sobre muchas actitudes que, generalmente, no consideramos por creer que, en todo caso, no son más que “defectillos” que todo el mundo tiene. Pero realmente, hacen mucho daño; más del que solemos pensar y por ello habremos de dar cuenta a Dios.
Jesucristo también quiere que apreciemos en su justa medida el valor que tiene la vida. Para ello sale al paso ante el temor que todos tenemos a morir. La vida, muy importante, no es el primero de los valores. Esto es así, puesto que todos la recuperaremos después de pasar por la muerte y, además, de una manera infinitamente mejor. Por eso, no hay que temer a nadie que lo único que pueda hacernos es quitarnos la vida.
Pero lo que sí es terrible, y es lo que realmente hay que temer, es al que “tiene poder para matar y después echar al infierno”, es decir: al demonio y sus agentes que pululan por este mundo con propuestas atractivas, pero envenenadas.
No obstante, se nos advierte que Dios está pendiente absolutamente de todo. Por eso, confiando plenamente en ese Dios que nos ama y tiene poder para resucitarnos, es como podremos vivir sin temor a nada ni a nadie y con un deseo cada día más ardiente de que llegue el momento en el cual seamos acogidos en sus paternales brazos.
Juanjo Guerrero