Se anuncia la alegría de su presencia en Navidad, pero el Adviento sigue siendo «tiempo de conversión», de mirar más directamente hacia la Palabra que se va a mostrar hecha carne. Y si la conversión es una «metanoia«, un ir más allá de la razón lógica del mundo, la Navidad, como la Eucaristía, es una meta-stasis, un encuentro capaz de reproducir, ya desde aquí, la naturaleza del más allá, donde vive el Cristo hombre para siempre, sin tiempo ni espacio. Una señal visible, de algo imposible de descubrir por los sentidos. Un signo de la vida cercana de Dios con los hombres.
«En la ciudad de David os ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales, y acostado en un pesebre» (Lc 2,11-12)
«Esto es mi cuerpo… Esta es mi sangre de la alianza…» (Mt 26,27)
En los hechos de fe de la Encarnación y la Eucaristía, es admirable no solo lo extraordinario, y aún incomprensible, del proceso que realiza la Palabra sobre la esencia misma de las cosas, y que produce la presencia corporal del Cristo de Dios, con independencia de nuestra atención o comprensión, pero también asombroso es que sea «esto» que está ahí, ahora, para mí, para nosotros. Lo que puedo imaginar como un niño judío pobre, o ver hoy con mis ojos como pan y vino de los que me alimento cada día, la Palabra de Dios lo transforma en su esencia, fuera de mis sentidos corporales, en el mismo cuerpo y sangre de aquel hombre Jesús, que tomó carne en el seno de María, que vieron los pastores como un niño, y que los Apóstoles pudieron tacar con sus manos, y ver con sus ojos.
La primera Eucaristía no fue la presencia en el pan y vino consagrados, de un cuerpo y sangre transformados ya por la resurrección en luz y fuerza de vida, sino el cuerpo y sangre del Maestro y amigo, que estaba allí con ellos. ¿Hubo una bilocación? Es decir ¿hubo dos presencias de Jesús, una en las ondas perceptibles por los sentidos, y otra en el cosmos paralelo perceptible por la fe en la Palabra? ¿Tendrá sentido también en la fe la nueva teoría de física cuántica, sobre universos paralelos, sin tiempo ni espacio, sin atracción gravitatoria, ni tantas dimensiones? Sea como sea, la carne y sangre de Jesús de Nazaret, el Ungido de Dios, el Niño del pesebre que se anunciaba Rey, tras aquella visita pastoril y tras aquella Ultima Cena consecratoria, ya no lo verían más.
Al tercer día de su muerte, y tras el misterio de la resurrección, la Eucaristía fue el lugar y modo del encuentro, que ya perdura siempre con nosotros. Encarnación, Eucaristía y Resurrección, son el gran roto que Dios mismo hizo a la nube del cosmos de los sentidos, para que el hombre pudiese entrar en relación con Él y con su Hijo, que vive, ya también en su carne de hombre, sin estar sujeto a la evolución del tiempo y del espacio.
La fórmula que nos dejó Jesús para realizar el sacramento, «ESTO, es mi cuerpo… ESTA es mi sangre», que nos transmiten los evangelios, S. Pablo, y toda la tradición de la Iglesia, supone que hay algo que se puede mostrar, —ESTO.. ESTA—, que se puede señalar y definir con la palabra, porque no necesita mas demostración que señalarlo. Gramaticalmente término se llama demostrativo, y en términos de fe es presencia efectiva de Dios entre los hombres. También usaron un anuncio demostrativo muy simple los ángeles a los pastores: «id y encontraréis». Después, Juan Batista y Juan Evangelista lo usarían como el gran anuncio que da valor a su testimonio: «Ese es el Cordero de Dios… y lo siguieron… Venid y ved… fueron y vieron»
El problema y reto de la fe, está en que la explicación posterior de la esencia de aquellos elementos conocidos, no nos es familiar con el uso de los sentidos que nos sitúan en nuestro cosmos. Lo que vieron los pastores en la luz de su alegría, no fue un gran Rey, salvador de su pobreza, sino un niño pobre como ellos, incluso más pobre que ellos. Y lo que vemos, comemos y saboreamos, ya no es pan y vino, sino el cuerpo y la sangre de un hombre corriente, pero que ha roto el tiempo y el espacio, y ha salido a una dimensión nueva, a una mansión, lugar, o forma de ser nueva (monai dice el griego -Jn 14,2-). Y lo más alucinante es que yo puedo entrar por ese hueco que Él hizo con doble dirección, a donde vive, «Para que donde Yo estoy, estéis también vosotros» (Opous ego eimi kai umeis ete) (Jn 14).
Si el ser es un roto en la nada, el misterio de Jesús hombre, y especialmente la Eucaristía, es un roto en el ser, para que nosotros podamos ser algo, ser más y ser siempre en Él. Cada encuentro importante con Dios de los grandes Patriarcas, se nos cuenta como una rupturas con las leyes de naturaleza hecho por la fe. Abraham, levantando el cuchillo contra el hijo de la promesa, rompía toda posibilidad de tener descendencia. Moisés, en la zarza ardiendo sin consumirse, al cruzar el Mar Rojo, en la nube del Sinaí, en el maná, (¿Qué es esto?), experimentó que las leyes naturales aprendidas hasta entonces, se rompían ante sus ojos.
La deixis ostensiva del demostrativo ‘este, ese o aquel’, que invita a la experiencia de algo allí presente, empezaba a funcionar como puerta de la salvación al aceptarlo como algo nuevo. La función demostrativa en el ‘relativo’ relato de San Juan es tan clara, que está en el fundamento de cualquier posibilidad de entender el contenido del Cuarto Evangelio. Juan cuenta algo que está allí, visible a sus sentidos y al mundo de la fe, pero que también está donde se proclame y se crea en el Evangelio hasta el fin de los tiempos. (Jn 17, 21-22)
María resumiría todas las respuestas posibles, en la inmediatez de su aceptación de aquel hecho nuevo, que rompía todas las reglas naturales conocidas hasta entonces. «Vas a engendrar en tu seno, sin intervención de varón, … por obra el Espíritu Santo»… y no se echó atrás, sino que entró en el presente eterno de Dios, «ya, ahora mismo», «Aquí esta la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»… y en aquel momento, el Verbo se hizo carne. Rompió de algún modo la trascendencia de Dios, y atravesando el hueco que María había hecho con su humildad, iluminó la intrascendencia evolutiva del hombre. Por aquel acto, el hombre puede ver, con sus ojos de fe, lo que hay más allá de la nube de la carne, y decir «Este es mi Dios. Este es el que me ha creado, y el Camino hacia la Vida en su Verdad de luz.
Esa luz es el contenido del demostrativo que S. Juan pone en boca de Jesús en los capítulos 13-17: “esto”, estas cosas, “esto que estáis viviendo dentro de vosotros”, tras la comunión con mi Cuerpo y con mi Sangre, y empieza manifestándose como una nube, que se abre en la luz cenital que le viene de arriba. Se sabe que allí está Dios, que se está dentro de un misterio de llamada y entrega, pero se sabe a la vez que no es como nada de lo conocido aquí, aunque todo lo de aquí, lo conocido por los sentidos, incluyendo los hombres y nuestras hechos de conducta, tenga algo de su luz y de su nube, de palabra y su silencio, de su misterio y de su claridad.
La Navidad contiene todo eso. Alegría de lo cercano y tristeza de lo lejano, el todo que puedo acariciar, y la sensación de que allí mismo, todo se me escapa, porque la Navidad tiene mucho de camino. José y María, en el relato de los Evangelios, no paran sino el tiempo necesario para que nazca el Niño.
En el próximo comentario, veremos la nube del camino.
Manuel Requena