África profunda. Campamento del Ejército español en A`karrat. Tiempos azarosos de la independencia de los territorios que fueran Protectorado Español en el continente africano. Soldados del reemplazo, jefes, oficiales y suboficiales, tras un día intenso de trabajo e instrucción bajo el sol implacable, descansan de la brega más intensa de la que por sí ya lo es, obligada por las circunstancias. En tiendas elementales formadas por ponchos individuales unidos. Todos, menos el “Páter”, que disponía de tienda cónica, amplia, para celebrar a diario la Santa Misa y recibir a cuantos tenía a su cargo en labores de confesión, consejo o educación moral de su competencia no exclusiva. Y para albergar en alegre camaradería a los numerosos tenientes recién salidos del horno académico.
Teniente también el Páter, capitaneaba el jocoso club “de la Dolores”. Canción bilbilitana adoptada como himno de una juventud alegre y hermanada al máximo en momentos altamente difíciles por peligrosos. Oriundo el santo sacerdote —porque lo era o es— de Valdepeñas, siempre fue generoso en compartir los envíos, no se sabe por qué conducto, de los buenos caldos de su tierra. Junto a la abundancia del clarete calentorro pero extraordinario, se las arreglaba “divinamente” para sin excesivo esfuerzo todos pasásemos por el “confesionario”.
Entre bromas y veras cantábamos todos a España en canciones de cada una de las regiones. Cuando cierto día se nos acabó el repertorio antes del toque de silencio, al relator se le ocurrió la feliz idea:
—¿Le gustan, Páter, las napolitanas?— Me refería, claro, a las canciones napolitanas que al jovencillo relator (¡ay entonces!) le salían “bordadas”.
—Hombre Carlos, lo que se dice gustarme, ¡claro que me gustan!… (pausa expectante)… ¡Pero me aguanto!
Los del Reemplazo quedaron paralizados del paseo por las inmediaciones tras la explosión tremenda de risa en la “tenientada”.
Carlos de Bustamante