En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría: La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada” (San Juan 16, 20-23a).
COMENTARIO
Muchas veces, como Jesús dice en estos momentos que corresponden a su despedida de los discípulos, los cristianos nos vemos así: tristes, desconcertados, mientras vemos que el mundo sigue satisfecho y alegre. En ocasiones tenemos la sensación de derrota por cómo triunfa el pensamiento mundano, que olvida a Dios, y eso nos pone tristes. Otras veces nos entristecemos por nuestros propios pecados, o por los del mundo, que parecen no tener remedio. Jesús sabe que este desánimo nos alcanza en ciertos momentos de nuestra vida, cuando perdemos la perspectiva del amor que el mismo Dios nos tiene. Por ello, enseguida nos anuncia la alegría y pone un ejemplo para ayudar a nuestra fe: nuestra tristeza es la antesala de la alegría de volver a ver a Cristo. Lo mismo que el ángel Gabriel, al anunciar la encarnación a la Virgen María, le pone el ejemplo del embarazo de su prima Isabel, porque para Dios nada hay imposible.
Esa promesa: “volveré a veros” es constante a lo largo de nuestra vida, cada vez que la tristeza nos oscurece la visión de Cristo resucitado, él mismo vuelve a vernos para alegrar nuestro corazón. Así caminamos los cristianos, de baluarte en baluarte, de visión del Maestro, en visión del Maestro, hasta ver a Dios en el Cielo, donde ya no preguntaremos nada porque lo veremos todo.