«Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer con ellos, dice a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”. Él le contestó: “Sí, Señor, tú, sabes que te quiero”. Jesús le dice: “Apacienta mis corderos”. Por segunda vez le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Él le contesta: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Él le dice: “Pastorea mis ovejas”. Por tercera vez le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. Jesús le dice: “Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras”. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: “Sígueme”». (Jn 21,15-19)
Tres veces, por miedo, negó el apóstol y tres veces, vencido el temor a la muerte, confiesa su amor a Cristo. Por tres veces confía el Señor a Pedro el pastoreo de su rebaño. Solamente aquel que ha conocido su debilidad y ha experimentado el perdón de sus pecados está en disposición de gobernar con equidad a la Iglesia de Cristo. Cuerpo santo de Cristo pero constituido por miembros débiles y temerosos como el mismo Pedro, que a pesar de su buena voluntad sabe que puede volver a fallar y negar otra vez al Maestro. Por eso confiesa por tercera vez casi con temor: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. El que antaño se creía seguro apoyado en sus fuerzas, ya no lo está tanto y se acoge con humildad al juicio de Cristo. Este viene de inmediato: “Apacienta mis ovejas”, puesto que no gobernará desde la autosuficiencia sino desde la verdad y la misericordia. Quien ha sido objeto de misericordia puede actuar con misericordia siendo fiel intérprete del Maestro de la misericordia.
Pero la respuesta de Jesús va mucho más lejos. Si Pedro, por miedo a la muerte negó a Cristo, ahora, vencedor con Cristo de la muerte puede afrontarla libremente. El viejo Pedro decidía por sí mismo su vida y hacía lo que creía conveniente para su provecho, el nuevo Pedro se va a dejar conducir libremente por su Señor a donde no quisiera. Jesús le habla claramente de su martirio, de la muerte con la que iba a dar gloria a Dios. Porque todo hombre está llamado a dar gloria a Dios con su vida y con su muerte; en una vida dispuesta a realizar la voluntad de Dios y en una aceptación libre de su muerte. Con ello está dando cumplimiento a la palabra evangélica, ya que es necesario vender todos los bienes para entrar en el Reino de los Cielos y el mayor de los bienes es nuestra vida. Aceptar que nuestro cuerpo se desmorone por la enfermedad y por la inevitable muerte, poniéndonos en las manos amorosas del Padre, supone el acto supremo de sometimiento a Su voluntad, la venta de todos nuestros bienes. Y con esto estamos dando gloria a Dios, en el reconocimiento de que todo es gracia y don suyo: la vida, la enfermedad y la muerte que, al ser libremente aceptadas nos permite el encuentro con su amor.
Esto le entendió muy bien Pedro. Cuenta la tradición que cuando la persecución de Nerón, la iglesia de Roma pidió encarecidamente a Pedro que salvara su vida por ser preciosa para la Iglesia. Cuando Pedro, medio dejándose convencer, abandonaba la ciudad por la vía Apio, vio con sorpresa que en dirección contraria venía hacia él el mismo Señor. Quo vadis Domine?, le preguntó perplejo, a lo que respondió el Señor: Voy a Roma a morir otra vez por mis hijos. Pedro lo entendió de inmediato y dando media vuelta retornó a la Urbe en donde dio su vida, como buen pastor, por su rebaño; pero no sintiéndose digno de morir como su Maestro, pidió ser crucificado cabeza abajo. D este modo dio cumplimiento al mandato de Cristo: “Sígueme”. Y en esto consiste el seguimiento de Cristo, darle gloria con nuestra vida y con nuestra muerte en perfecta conformidad con su voluntad.
Ramón Domínguez