En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: «ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos» (San Marcos 16, 15-18).
COMENTARIO
Todos tenemos la experiencia de que la felicidad en esta tierra siempre tiene “peros”. Quizás por ello vale la pena plantearse que cada uno somos responsables de nuestra propia felicidad y, leyendo este Evangelio, se deduce con gran certeza que lo que se necesita para ser feliz es conocer, tratar e imitar a Jesús -Dios verdadero, Hombre verdadero- cuyo atractivo no es solo su vida y su palabra, sino que ambas, que todo Él es amor. Lo que la felicidad implica no es una vida aislada, cómoda, sin dificultades ni contratiempos, sino un corazón enamorado. Así descubrieron los Once las ansias apostólicas y redentoras del Señor que les anima a proclamad la buena nueva al mundo entero y le abre horizontes de una grandeza insospechada.
Cuentan que ante una buena pintura se encontraban contemplándola un artista y un amigo; éste se aburría; por ello, el artista le dijo si ¡yo pudiera prestarte mis ojos!…, que camino tan bonito aprender a enfocar las cosas desde el amor, desde Dios, con lógica divina. Como decía en su oración San Josemaría “¡Que vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma!”.
Con esta actitud notaremos en nuestra vida la necesidad de ser humildemente audaces para ir proclamando el evangelio del reino, para pescar almas para el cielo, para agradecer con nuestra vida y con nuestra lucha la vocación, la llamada divina.