El autor inspirado del libro del Éxodo enmarca el nacimiento del llamado patriarca y caudillo de Israel en un contexto desfavorable para el pueblo. El recuerdo de José, que incluso llegó a ser nombrado primer ministro de Egipto por el faraón (Gn 41,37-41), ya se ha perdido en la penumbra de la historia. De hecho, desde las más altas instancias gubernamentales se decide el sometimiento y la esclavitud del pueblo: «Se alzó en Egipto un nuevo rey, que nada sabía de José; y que dijo a su pueblo: Mirad, los israelitas son un pueblo más numeroso y fuerte que nosotros. Tomemos precauciones contra él. .. Les impusieron, pues, capataces para aplastarlos bajo el peso de duros trabajos» (Éx 1,8-11).
Aún así, los israelitas no sólo resistían sino que se multiplicaban tanto que los egipcios llegaron a temer por su propia supervivencia (Éx 1,12). Ante esta realidad, el rey dio la orden a las parteras israelitas de preservar con vida solamente a las recién nacidas y dar muerte a los niños.
Como ya he dicho, es en este contexto de intento de aflicción extrema del pueblo santo de Dios que la Escritura nos narra el nacimiento de Moisés, cuyos pormenores -como por ejemplo, que fue colocado en una cesta de papiro en las orillas del río Nilo, que fue descubierto y rescatado por la hija del faraón, etc.- nos son de sobra conocidos.
Traspasamos, pues, estos pormenores y nos asomamos a sus riquísimos contenidos catequéticos. Nos centraremos en el nombre que la hija del faraón dio al niño que encontró en las aguas del Nilo. Nos dice el texto que le llamó Moisés, al tiempo que decía: «De las aguas lo he sacado» (Éx 2,10).
De las aguas lo he sacado, exclamó la hija del faraón. «Salvado de las aguas», puntualizan la mayoría de los traductores exegetas de la Palabra. En ambas acepciones subyace la misma raíz catequética: Dios se había fijado en él para que fuese un eslabón fundamental de la historia de la salvación no solo del pueblo de Israel sino de toda la humanidad. Siendo así, ninguna fuerza destructora, ni siquiera el estruendoso poder cósmico de las aguas, podría abatir ni aplastar al recién nacido que navegaba por ellas: Moisés.
Entre los variadísimos textos bíblicos que manifiestan por una parte el poder de las aguas, y por otra la absoluta primacía y autoridad de Yahvé sobre ellas, vamos a fijamos en uno entresacado de los salmos y que nos llama la atención de forma muy especial. Tiene su vital importancia, pues vemos que la intención catequética de su autor es hacer presente las gestas y maravillas de Yahvé para con su pueblo. Proclama que el brazo de Yahvé que rescató a Israel de Egipto es el mismo ante quien tiemblan y se estremecen las siempre temibles y destructoras aguas.
Más aún, el estruendo aterrador de las olas se apacigua, se amansa, ante el paso de Yahvé. Sus pisadas doblegan y someten toda su furia y bravura: «Viéronte, oh Dios, las aguas, las aguas te vieron y temblaron, también se estremecieron los abismos. Las nubes derramaron sus aguas, su voz tronaron los nublados, también cruzaban tus saetas… Por el mar iba tu camino, por las muchas aguas tu sendero, y no se descubrieron tus pisadas» (SaI 77,17-20).
Me he detenido a analizar con precisión el nombre de Moisés para hacer ver cómo los personajes del Antiguo Testamento, en especial sus patriarcas y profetas, son figuras de Aquel que es la Palabra viva del Padre: el Señor Jesús. Hablando de Moisés, hemos de decir que si éste viene definido por su nombre que, como hemos visto, significa salvado de las aguas, de Jesús, que es plenitud de Moisés,
diremos que se eleva majestuosamente por encima de ellas. Su Palabra tiene autoridad para hacer enmudecer todos sus poderes destructivos. Entre Jesús y las aguas queda siempre patente quién tiene el poder, quién es el que manda: por supuesto, el que camina sobre ellas (Mt 14,22-33). Si de Moisés decimos que su nombre significa salvado de las aguas, de Jesús decimos que su nombre significa Salvador de los que estamos a merced de las aguas en cuanto que simbolizan el mal.
Atestiguamos todo esto con el comentario que hicieron sus discípulos en una de sus varias experiencias —caóticas- que tuvieron con Jesús en el mar. Nos valemos del texto de Marcos 4,35-41. Nos dice el evangelista que se levantó una fuerte borrasca hasta el punto de que las olas irrumpían en la barca llegando incluso a anegarla. Los discípulos pasan de la preocupación a la histeria. Entre tanto, Jesús duerme. Fuera de sí, le despiertan. Aterrados, sólo aciertan a decir: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» Jesús se levantó, increpó al viento y dijo al mar: ¡Calla, enmudece! Al penetrar la voz de Jesús entre las oscuras cavernas de las aguas, «el viento se calmó y sobrevino una gran bonanza».
En este acontecimiento, los apóstoles se dieron cuenta delante de quién estaban. Ni más ni menos que ante alguien que tenía el mismo poder que Yahvé sobre las fuerzas del mar. Atónitos, se preguntaron entre ellos: «¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen? … «