«Había un fariseo llamado Nicodemo, jefe judío. Este fue a ver a Jesús de noche y le dijo: “Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él”. Jesús le contestó: “Te lo aseguro, el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Nicodemo le pregunta: “¿Cómo puede nacer un hombre, siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?”. Jesús le contestó: “Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: ‘Tenéis que nacer de nuevo’; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”». (Jn 3,1-8)
Infinidad de manantiales de vida se nos abren a la luz del encuentro de Jesús con Nicodemo que nos ofrece el evangelio de hoy. Fijamos nuestra atención en uno de sus pasajes en el que Jesús dice a Nicodemo: “Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu”. Como todas las palabras del evangelio, también estas son puntales para nuestro camino de fe, nuestro discipulado.
El problema es que lo nacido de la carne tiene sus días contados, aunque sean decenas de miles; en cambio, lo nacido del espíritu en nosotros es inmortal, eterno. Quizá nadie mejor que Pablo —nos basamos en su testimonio personal— para hacernos saber el corto recorrido de las obras de la carne: “Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo. Circuncidado al octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable…” (Flp 3,4b-6). Hasta aquí su perfección legal, que no solo no le cambió en absoluto sino que hizo de él un fanático cuyas violencias le llevaban a hacer el mal a los hombres, en este caso a los cristianos (1Tm 1,13).
Alcanzado por Jesús, a quien reconoció como su Señor, inició su andadura hacia la libertad desde la Libertad del Espíritu que vivía en él. Algo de esto nos lo dice a continuación del texto anterior: “Pero lo que era para mí una ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor…” (Flp 3,7-8).
Antonio Pavía