«Dijo Jesús a Nicodemo: “Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene y a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”. Nicodemo le preguntó: “¿Cómo puede suceder eso?”. Le contestó Jesús: “Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo entiendes? Te lo aseguro, de lo que sabemos, hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo? Porque nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” ». (Juan 3,5a. 7b-15)
Nicodemo no entendió las palabras de Jesús, pues quizá no sabía lo que era el cielo. ¿Y nosotros? Jesús dice que es preciso nacer de arriba, desprenderse del hombre viejo que nos habita, renovar el corazón cansado de las codicias humanas, refrescarlo en las aguas bautismales del Espíritu que vivifica. ¿Y cómo podemos nacer de lo alto? ¿Cómo nacer de nuevo? La respuesta es siempre Jesús. El mismo Jesús que bajó del cielo a la tierra en el seno virginal de María nos mostrará el camino, será nuestro guía. Como lo contempló el profeta Daniel en la visión nocturna del Hijo del hombre que bajaba hasta el Padre entre las nubes del cielo, y que recibió del anciano de muchos días la potestad y el reino. También Jesús utiliza el plural mayestático de las personas divinas, para que creamos la verdad que brota de sus labios, y que la senda que conduce hasta el Padre es el Hijo, y que debemos recorrerla en alas del Espíritu que los une en el Amor. Así le dice a Nicodemo: “Te lo aseguro, de lo que sabemos, hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio…”.
Pero quizá nos parezca innecesario hacerlo ahora, en este mismo instante, pues estamos agobiados por los problemas de cada día, o embriagados por el vino de los goces terrenos, o indolentes por la pereza que se apodera del alma y nos impide actuar, o entretenidos por las cosas corrientes y triviales de este mundo que, sutilmente, anulan las ansias de ser mejores que bullen en nuestro corazón.
Sí, queridos amigos, puede que nos resulte difícil elevar los ojos hasta la cruz como nos pide Cristo, hasta lo más alto del madero de su suplicio, allí donde ha sido levantado el Hijo del hombre por nuestros pecados, como signo y señal de la salvación que ganó para nosotros, pues no podemos mirar a la cruz que salva dejando de lado nuestra propia cruz, la de cada uno, aquella en la que también nosotros seremos crucificados con Cristo, para recibir de sus labios, como el buen ladrón, la promesa más inefable que escuchó hombre alguno: “En verdad te lo digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Pero, ¿cuándo lo haremos? ¿Para cuándo dejaremos esta hermosa tarea de nacer en Jesús todos los días de nuestra vida? Acaso prefiramos esperar confiados en nuestra buena intención, y lo dejemos para más adelante. Quizá aún no hayamos sentido en nuestra carne, la mordedura de la serpiente que vaga sigilosa por el Sinaí de nuestras inseguridades, y que espera la ocasión propicia para atacarnos con su veneno por el flanco descuidado de nuestras flaquezas.
Pero, ¿cómo realizar la conversión del hombre?
Nacer de lo alto es echarnos en los brazos amorosos de Jesús, sentir en nuestro corazón las necesidades del mundo, mirar sin aprensión la cruz que nos pueda traer el nuevo día, saber que nunca estaremos solos en la aflicción, buscar confiados en la oración la mirada providente del Padre, y saber, que en todas las esquinas de nuestra vida, cuando tengamos amor para reconocerlos, hallaremos a los testigos inefables de la misericordia de Dios. Y en ese camino empinado, levantaremos los ojos al cielo y veremos la cruz redentora de Cristo, siempre la cruz, y oiremos, como un suave aleteo de ángeles, el murmullo del viento que “sopla donde quiere”, el aliento del Espíritu que guía a los hombres, que nadie sabe “de dónde viene, ni a dónde va”.
Horacio Vázquez Cermeño