En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu».
Nicodemo le preguntó: «¿Cómo puede suceder eso?».
Le contestó Jesús: «¿Tú eres maestro en Israel, y no lo entiendes? En verdad, en verdad te digo: hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os hablo de las cosas terrenas y no me creéis, ¿cómo creeréis si os hablo de las cosas celestiales? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (San Juan 3, 5a. 7b-15).
COMENTARIO
Para este tiempo pascual, la Iglesia tiene reservado el Evangelio de Juan, que contempla a Jesús como el Cristo ya Glorificado, el Kyrios, el Señor de la Historia. Así se entiende la profundidad teológica de sus palabras, en cada uno de los pasajes.
El que comentamos hoy, nos sitúa en la entrevista nocturna de Jesús con Nicodemo, el fariseo que reconoce en El a un enviado de Dios, a un profeta, y le busca para aprender alguna cosa de sus labios. Le busca, aunque en secreto, para no quedar señalado en el Sanedrín como uno de sus seguidores.
Jesús le revela un secreto: para tener parte en el Reino de Dios, es necesario nacer de nuevo. Así de rotundo. Una catequesis bautismal de las que abundan en este Evangelio.
Nicodemo entiende estas palabras en sentido material, como la mayoría de los personajes que hablan con Jesús en el presente libro. Así la samaritana, así Marta, así los mismos apóstoles.
Pero eso le da ocasión a Jesús para desarrollar sus enseñanzas: en este caso, no se trata de volver al seno materno, sino de romper con todo lo anterior, para recibir un nuevo espíritu, el mismo Espíritu de Dios, El genera una vida nueva en quien lo recibe: una vida eterna, por ser Vida Divina. Una experiencia interior de ser objeto del Amor del Padre, en la dimensión en que Este ama, es decir, infinitamente, tanto en el tiempo como en la intensidad.
Y ¿cómo es posible recibir este Espíritu?, se pregunta el fariseo. Jesús, para explicárselo, le pone el ejemplo de la serpiente de bronce que levantó Moisés en el desierto.
Los israelitas habían murmurado contra Dios, cansados de caminar por el desierto. El, entonces, les envió serpientes venenosas, que producían la muerte a aquel que mordían. Así, el pueblo reconoció su culpa ante Dios. Y suplicó a Moisés que se apartara de ellos tal castigo.
Como remedio a esta plaga, ordenó el Señor a Moisés hacer una serpiente de bronce y colgarla de un mástil, para que todos pudiesen verla, y quien la mirara, pudiera curarse. La serpiente era, pues, el símbolo de su pecado, y mirarla implicaba reconocer su culpa. De este modo, el que, estando condenado a morir, se curaba, por así decirlo, nacía de nuevo.
Del mismo modo -dice Jesús- tiene que ser levantado El en la cruz; para que todo el que mire hacia ella, vea y reconozca las consecuencias de su pecado. Pues ha sido el pecado de todos y cada uno el que ha clavado a Jesús en la cruz. Y por la fe en El, en su Amor manifestado más allá de toda medida, puede recibirse una vida nueva, la que nos da el Espíritu Santo.
Este testifica en nuestro interior que el Padre nos recibe como hijos adoptivos, por nuestra fe en el Hijo, y nos admite, por pura gracia, a participar de la Vida Divina. Nacer, por tanto, a una vida nueva, implica un nuevo nacimiento.