Al igual que Jeremías, David pasa de la tristeza al gozo, del deseo a la plenitud, del rocío al fuego. Y no estamos poetizando, simplemente es que, a lo largo de este mismo salmo, le oímos musitar: “Mi alma se aprieta contra ti, tu mano me sostiene” (Sl 63,9).
Mi alma se aprieta contra ti, susurra David ante el “brutal” derroche de amor de Dios hacia él. Mi alma se aprieta contra ti, Dios mío. Palabras que han deslizado como un murmullo millones de personas cuando se han visto sorprendidas, visitadas y abrazadas amorosamente por Dios. Mi alma se aprieta contra ti, Dios mío, parece decirnos el apóstol Pablo abriéndonos confidencialmente su intimidad: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí…” (Gá 2,20).
Mi alma se aprieta contra ti, Dios mío, nos parece oír también a la madre que está dando a luz a su hijo, sabiendo ya de antemano que nace enfermo. Mi alma se aprieta contra ti, dirá también el padre de familia que da testimonio de fe en un ambiente autosuficiente en que Dios y su verdad son ignorados. Mi alma se aprieta contra ti, dice el/la joven cuando, frente a la corriente que les arrastra, despliegan ellos la belleza del Evangelio de la Vida y de la Gracia.
Mi alma se aprieta contra ti, susurra el sacerdote cuando constata que su predicación evangélica es marginada en beneficio del simple sentimiento religioso de sus oyentes. Mi alma se aprieta contra ti, clama desconcertado y dolorido el misionero que contempla cada día las más brutales llagas sangrantes de la humanidad. Mi alma se aprieta contra ti, dice por fin y como grito de amor, esperanza y victoria, el agonizante, ansioso de que se produzca el gran acontecimiento de su vida: su encuentro definitivo y sin velos con Dios, como decía san Juan de la Cruz.
Volvemos a la Escritura y nos acercamos a otro testigo que, habiendo sido seducido por Dios, en este caso por su Hijo, comprendió que, una vez abrazado por Él, no había vuelta atrás. Me estoy refiriendo a Pedro. Dirijamos nuestros ojos al capítulo sexto de Juan. Jesús multiplica los panes, alimenta con ellos a una multitud. A continuación, y partiendo del signo del pan que recuerda a los allí presentes el maná que comieron sus padres en el desierto, les da una catequesis impresionante que culmina con este anuncio bellísimo: Yo soy el pan vivo, yo soy el nuevo y definitivo maná enviado del cielo por mi Padre.
Los oyentes no sólo no le creyeron sino que se escandalizaron tanto que se alejaron de Él. A un cierto momento quedan en escena Jesús y los doce quienes, perplejos, se miraban unos a otros sin saber qué hacer ni decir. No era para menos. El fracaso de Jesús, por quien habían dejado todo, fue clamoroso. Él sabe y conoce la tormenta que está devastando sus corazones. El guión no previsto les ha descolocado, les ha alcanzado de lleno.
Viendo Jesús su confusión, que la respuesta a su llamada se está moviendo en un terreno peligroso como de arenas movedizas, les pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos? El reto pesa sobrecogedoramente en el aire. ¿Quién no quiere echar a correr ante una situación así? ¿Qué futuro puede esperar a estos primeros seguidores? Nos parece oír sus dudas y sus miedos: ¿Qué hacemos aquí con “éste que se dice Mesías”?
Todas las razones les empujan hacia la huída…, todas, menos una, y ésta es la que prevalece: ¡Nos has seducido, Señor, con tus palabras! Oigamos a Pedro: “Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68). Volvemos a las mentes de los discípulos y nos hacemos eco de lo que está corriendo por ellas: ¡Tú, nadie más que tú, tiene palabras que nos den la vida eterna!, y, al contacto contigo, nuestro espíritu jadea por esta Vida. ¡Nos sedujiste, Señor, con tu Evangelio, y nos hemos dejado seducir! ¿Donde quién vamos a ir?
Antonio Pavía.