Levantando los ojos al cielo, oró Jesús diciendo: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tu le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que tú le has dado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tu me diste, porque son tuyos. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tu me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo. Y por ello yo me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad. No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tu me has enviado. Yo les he dado la gloria que tu me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean completamente uno de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo, donde yo estoy, y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tu me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos” (San Juan 17, 1-2.9.14-26).
COMENTARIO
De entre los diversos modismos o neologismos porteños que nos ha inculcado Francisco, la palabra “mundanidad” es especialmente significativa. Obviamente el Papa pretende, de un retazo, describir la realidad que nos envuelve y nos amenaza, nos presiona y tal vez nos anula, por absorción, disolución o confusión. El mundo es uno de los tres enemigos del alma, y no es una reliquia de planteamientos teológicos obsoletos.
Hasta 13 veces se menciona al “mundo” en el Evangelio de hoy, que celebramos la fiesta de JESUCRISTO SUMO Y ETERNO SACERDOTE. Él ha derrotado al “mundo” (Jn 16 33).
En este contexto sacerdotal, común y ministerial, lo que se destaca es la misión: El nos envía al mundo. No nos saca de él, nos encomienda transmitir su palabra, a fin de que el mundo alcance el conocimiento de su “nombre”.
Tengo pocas dudas de que el mejor comentario a este pasaje sobre la misión sacerdotal, el envío al mundo y la conformación de la evidencia de la existencia del UNITRINO, es la lectura e interiorización de la encíclica de San Juan Pablo II Ut unun sint, porque permite asumir definitivamente que sólo el camino de la unidad hace presente a Dios entre los hombres; y que esa imagen de Dios que es la unidad es insustituible; no es medial, es un fin en sí misma, es participación en la unidad de la Trinidad. Por consiguiente no es una opción entre otras, no es un desideratum, es el principal cometido del sacerdocio; ser constructores de la unidad. Porque ella muestra la esencia divina (que no se encuentra sin la Revelación) y porque ella es el elemento definitivo en la persuasión a los hombres de que Dios existe y, por ende, los ama. El amor de Dios a cada hombre le llega por la constatación personal de que se da y se experimenta la unidad. Y ese es el ruego “sacerdotal” de Jesucristo al Padre; desea propiciar la unidad entre nosotros, al modo que la hay plena en la Trinidad, que al abrirse a los hombres – que creen – determina una especie de cuadrilátero de la unidad.
Por el contrario, la disgregación, la separación, el cisma, el capillismo, la división hace imposible creer que Dios ha enviado a su Hijo a los hombres, condenados a una Babel de desencuentro, subjetivismo, discordias y sinsentido.
Sin el horizonte de Dios, sin poder levantar los ojos al cielo, como hace aquí el Eterno Sacerdote, los hombres están abocados a sus duros designios, al imperio de la ley del más fuerte y a la esclavitud inhumana.
El Papa Francisco ha encontrado la fórmula de enlace entre “el mundo” y “el demonio”; la “mundanidad”[1] no es la violenta posesión diabólica, pero si el influjo opresor del padre de la mentira que “se mimetiza en nuestra forma de actuar y nosotros difícilmente nos damos cuenta”. El mal imperceptible es mucho más difícil de combatir, porque ni siquiera despierta las alarmas. En este sentido la “persecución” es alentadora por cuanto certifica la autenticidad: “el mundo los ha odiado porque no son del mundo”. Pero si vivimos asimilados por la mundanidad, halagados por el mundo, aclimatados a las consignas generalizadas, nuestro sacerdocio está huero; no trasmite “su” palabra, y el diablo se apodera de nuestros criterios y de nuestra vida. Complaciendo al mundo, nos atenemos a la voluntad del maligno y, con toda seguridad, somos esclavos de la infelicidad. El diablo irradia mundanidad, pero Jesús no pide al Padre que nos saque del mundo, sino que nos defienda frente a él, precisamente implora la protección divina “guardándolos del maligno”.
Este es el combate, el del sutil y negacionista influjo del diablo (divididor), frente a la permanencia profética de los que anuncian la Palabra, conocen el Nombre (poder) de Dios y se reconocen por la unidad.
Lo que quiere el demonio es la “mundanidad”, como dice el Papa; lo que desea El Señor es Ut unun sint. Hablando de sacerdocio, cobra todo su sentido la previsión del papa, cuando refina el análisis y se refiere a la “mundanidad espiritual”: “La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal” (Evangelii Gaudium, 93).
[1]Homilía en Santa Marta el 13 de octubre de 2017