«En aquel tiempo, Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes». (Lc 8, 1-3)
Hoy nos presenta la Iglesia este cortísimo fragmento —solo tres versículos— del Evangelio de S. Lucas. El evangelista presenta a Jesús, acompañado de un grupo de hombres y mujeres, predicando la Buena Noticia del Reino de Dios, que ha llegado ya. Ha llegado con su propia persona. Incansablemente va caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo. Camina y camina y predica y enseña y cura a los enfermos y a los poseídos de malos espíritus y anuncia la misericordia de Dios con los pecadores y los débiles y los pobres y los despreciados…
Los primeros seguidores y seguidoras de Jesús son hombres y mujeres tremendamente sorprendidos por la persona de Jesús y agradecidos por lo que Él ha obrado en sus vidas. Así nos los presentan los evangelios. Cada uno de los Doce ha recibido de Jesús una llamada personal a dejarlo todo y seguirle, habiendo experimentado en su propia vida una relación de amor personal con Dios, lleno de misericordia y manifestado en ese hombre, Jesús de Nazaret. Y no han podido resistirse a esa llamada incondicional a su seguimiento. Esto supuso un cambio radical en sus vidas, una conversión, una «vida nueva junto a Él». También las mujeres que lo acompañaban. Aquí S. Lucas nos cita el nombre de algunas de ellas y nos describe brevemente la razón de su agradecimiento y compañía. Habían sido «curadas». Habían sido transformadas. Tanto ellos como ellas habían encontrado al Amado del que habla el Cantar de los Cantares. Y al encontrarlo, todo lo demás resultaba despreciable. «Dar por este Amor todos los bienes de mi casa, sería despreciarlo» (Ct 8, 7).
Jesús asocia a su predicación y hace testigos primordiales de sus hechos y palabras a estos primeros hombres y mujeres. Después de su Resurrección, serán ellos los primeros testigos —empezando precisamente por las mujeres— de que «ha resucitado». Y serán también los primeros anunciadores de esta experiencia portentosa al resto de los discípulos y a todo el pueblo.
Dice este texto de S. Lucas que estas mujeres le ayudaban con sus bienes; le servían. Y esta labor de diaconía o servicio hizo posible la propia predicación de Jesús.
Hoy en día nos sorprende, desgraciadamente tantas veces, escuchar opiniones que responden a una interpretación feminista ideologizada del Evangelio. Pareciera que el cristianismo es machista, es excluyente de la mujer, cuando no subyugante. Y nada más lejos de la realidad y de la historia. Como vemos aquí, desde un primer momento las mujeres acompañan a Jesús. Son testigos, junto a los Doce, de su predicación y sus milagros. Hacen posible esa predicación, están valientemente al pie de la cruz, cuando muchos de los apóstoles han huido escandalizados y aterrorizados de miedo. Han estado presentes en su entierro y, sobre todo, han sido las primeras testigos de su Resurrección.
Si ha habido en la historia alguna «religión» que haya dignificado a la mujer, esta ha sido el cristianismo. No hay mayor dignidad que ser hijo de Dios. Por la sangre de Jesucristo, por su Muerte y Resurrección, por el Bautismo por el que nos incorpora el Señor a esta su Muerte y Resurrección, Dios nos ha hecho sus hijos. Así que, cómo dirá S. Pablo: «Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús». (Ga 3,27-28).
Ángel Olías