En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena.
Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.»
Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.»
Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa (San Juan 19, 25-27).
COMENTARIO
Este año, al hacer el comentario de los días 15 de cada mes, he tenido la gran fortuna de poder comentar no solo el evangelio del día de la Asunción de María, sino el de este día tan especial, como es el de la «Virgen de los dolores», que completa la fiesta de ayer de la «Exaltación de la Santa Cruz».
Para ayudarnos a entrar en el significado de esta celebración la Iglesia ha elegido este texto, en apariencia escueto, pero cargado de significado teológico, como todo lo que nos regala el cuarto evangelista.
Por supuesto que mi intención no es en absoluto intentar razonar el dolor. El famoso escritor C.S. Lewis —autor de las crónicas de Narnia— escribió en 1940 el libro «el problema del dolor». En él, el apologista anglicano, nos cuenta cómo el dolor actúa ante el entendimiento del hombre como despertador de que algo va mal en la vida humana: «El dolor no sólo es un mal inmediatamente reconocible, sino un mal imposible de ignorar»; asimismo, Lewis reconoce la experiencia de dolor como uno de los vehículos más eficaces para despertar en el hombre la conciencia de la existencia de Dios porque «el dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, también nos habla mediante nuestra conciencia, pero en cambio grita en nuestros dolores, que son el megáfono que Él usa para hacer despertar a un mundo sordo». Termina diciendo el escritor irlandés: «cuando el dolor tiene que ser sufrido, un poco de valor ayuda más que mucho conocimiento, un poco de simpatía humana ayuda más que mucho valor, y el más leve rastro de amor de Dios es lo que ayuda más que cualquier otra cosa».
A estos inspiradores comentarios de este gran hombre yo añadiría dos elementos imprescindibles que dan luz al dolor: nuestra realidad de pecado y lo que este produce en el hombre y, al mismo tiempo, nuestro «fin último»: la eternidad. Dentro de estos dos parámetros el dolor tiene un sentido que cada uno de nosotros tenemos que descubrir. Para ello tenemos este texto —«clave»— que nos regala el evangelista Juan. En primer lugar, algo que se nos escapa a simple vista, es la estructura que Juan utiliza en este momento de su escrito. El evangelista va a echar mano de la misma expresión que utiliza en la escena del bautismo de Jesús, antes de revelar quién es Él: «al ver a Jesús» (Jn 1,29). Por lo tanto, el evangelista con la frase «al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba», están anunciando que lo que viene después es una revelación; revelación que está ligada a la «hora» que Juan ya cita en las bodas de Caná y que se va a ver cumplida en esta escena. Otro detalle que nos deja el cuarto evangelista es el «junto a» que utiliza tanto para indicar dónde estaba su madre como dónde se encontraba él mismo; en nuestro idioma no nos llama la atención, pero el verbo en griego que utiliza Juan indica cercanía a una persona, no a una cosa; es decir, María no está junto a un simple madero utilizado para la tortura —la cruz—, sino junto (cercana) a su hijo Jesús; asimismo, encontramos al discípulo «junto» (cercano) a la virgen sufriente; existe, por tanto, un vínculo entre los tres que da sentido a toda la escena. Por otro lado, el evangelista identifica por su nombre a toda la gente que está allí en aquel momento, pero no cita su propio nombre, sino que se auto identifica como el «discípulo al que amaba». Juan no puso su nombre aquí, porque su intención era que aquí vayan todos los nombres de aquellos que están llamados a ser verdaderos discípulos de Jesús y, por lo tanto, amados por él y a los que el Señor revela esta gracia. «Mujer», vuelve a llamar Jesús a su madre. Como hemos visto en las bodas de Caná, este apelativo no es implica desprecio, sino que encierra una misión para María superior a su maternidad biológica: «ahí tienes a tu hijo». Jesús con esta frase «transfiere» su cualidad de hijo al discípulo; bien es verdad que María respecto a Jesús es su madre en sentido corporal, pero es madre espiritual de todo «discípulo amado» por Jesús; ella será la ayuda necesaria para que este discípulo crezca, de tal forma, que se dé en él la misma imagen de su verdadero Hijo. Este discípulo, dice el evangelista, que «desde aquella hora» la acogió en su casa. En aquella hora que daba sentido a toda la historia salvífica, al absurdo, al dolor, el discípulo la acogió en su vida. Este verbo acoger, en su vocablo original en griego, encierra rasgos de creencia; el discípulo creyó y acogió aquella Revelación que Jesús estaba realizando desde la cruz. Dice José Caba en su Teología joanea: «El momento de esta maternidad espiritual de María se da en un momento de aflicción precisamente cuando llega la hora de Jesús; este momento de la hora de Jesús coincide con la hora de María llevando consigo para los dos un contenido de dolor y aflicción, pero también un contenido de alegría y gloria». María está viviendo el dolor de la mujer que está dando a luz, una nueva criatura: la Iglesia.
Me gustaría acabar diciendo —desde la consciencia de que soy un ignorante del misterio divino—, que el dolor no es lo que nos salva. No hemos sido salvados por todo lo que han sufrido Jesús y María. Hemos sido salvados por todo lo que nos han amado; un amor que los ha llevado a vivir el dolor producto de nuestros pecados, nuestro desprecio, nuestra actitud, nuestra mirada hacia otro lado… En este sentido sí que cabe el dolor como instrumento salvífico: si está unido/producido al/por amor. Hoy María, junto a Jesús —en el día de la cruz gloriosa— pueden decir: hemos visto la «hora» en la que «todo está cumplido».
1 comentario
El acompañamiento de Dios al Hombre, que viene dado por ese misterioso y a la vez grandioso hecho de su Revelación por medio de la Encarnación del Verbo desde el abajamienro más absoluto, aquí se manifiesta en ese otro gran regalo que Jesús nos hace en los últimos instantes de su vida terrena en medio de su Pasión y desde la propia Cruz que carga, acepta y asume en obediencia absoluta al plan salvifico-redentor del Padre: dejarnos a su Madre como Madre Nuestra y haciéndonos partícipes a todos de ese otro gran Misterio de colaborar cada quien a su propia medida en la corredención de esta humanidad q con su proceder cada vez más incongruente y alejado del plan de Dios Padre y Creador, actualiza y hace visible el Misterio de la Cruz.