«En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,13-17).
Aparentemente, el evangelio de hoy tiene poco que ver con la fiesta que celebramos: la Exaltación de la Santa Cruz. Pero conviene fijarse bien. Uno de los recursos a los que el evangelio de Juan le saca más partido es el de los dobles sentidos. En nuestro caso, la frase inicial nos pone sobre la pista del doble movimiento de bajada y ascenso de Jesús: el Logos, que estaba junto a Dios, bajó para poner su tienda entre nosotros; y luego ese mismo Logos «ascendió» (aunque el cuarto evangelio no narra ninguna escena de ascensión —cosa que solo hace Lucas—, sin embargo, sí pone en labios del Resucitado estas palabras: «Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro», de Jn 20,17).
Ahora bien, la «ascensión» va ligada indisolublemente a la muerte: la hora de manifestar la gloria del Hijo —tema fundamental en el cuarto evangelio— coincide con la de su muerte en cruz. Por eso la «elevación» del Hijo del hombre supone una alusión evidente a su «elevación» en la cruz (aunque, desde el punto de vista histórico, en la mayoría de los casos los crucificados apenas levantaban unos palmos del suelo, no como suele ser habitual en las representaciones artísticas).
Justamente, la posición del Crucificado, levantado sobre el suelo como un emblema terrible —esa era precisamente la intención «propagandística» de los romanos cuando crucificaban a un rebelde o a un esclavo fugado—, es lo que hace que en el texto del evangelio se esté haciendo una referencia explícita al episodio que se narra en el libro de los Números (21,4-9). En efecto, el evangelista pone en labios de Jesús unas palabras que citan el episodio en el que Moisés, siguiendo las indicaciones de Dios, fabrica un estandarte —con una serpiente de bronce— que, al ser mirado por aquellos israelitas mordidos por serpientes en el desierto, facilitará la salvación. Es interesante subrayar que, en griego, el término fármakon significa tanto «veneno» como «remedio» (probablemente debido a un dato de experiencia: del veneno de las serpientes se sacaban remedios; por eso una de las representaciones de la diosa griega Higía —de donde procede el término «higiene»— es justamente una serpiente bebiendo de una copa, que luego se ha convertido en el emblema de los farmacéuticos).
San Juan ha sabido sacar todo el partido al episodio narrado en el Antiguo Testamento. Siguiendo la línea del «cumplimiento», es decir, la idea de que el Antiguo Testamento es anuncio o figura de las cosas cumplidas en el Nuevo, en Jesús —que será una constante en todo el pensamiento cristiano antiguo—, el cuarto evangelio presenta la muerte en cruz —–el más brutal y cruel de los suplicios, según Cicerón— como el «remedio» por antonomasia: el modo de encontrar la «vida eterna».
Así, el evangelista está poniendo o proponiendo la imagen de Jesús crucificado como el estandarte cuya mirada y aceptación —creer en Él— facilita la salvación. Y salvación que, como se dice al final de nuestro evangelio de hoy, está destinada a todo el «mundo», a todos los seres humanos.
Este motivo de la crucifixión, por cierto, bien podría ser materia para nuestra oración personal: ¿por qué no tratar de rezar en alguna ocasión simplemente contemplando la imagen de Cristo crucificado?
Pedro Barrado