«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará”». (Jn 12, 24-26)
Nos encontramos hoy ante una de las frases lapidarias de Jesús, una de esas frases, que hace que nuestro cristianismo sea puesto en tela de juicio, porque ¿quién ante una frase así no se siente incapaz?
Vivimos en un mundo que predica continuamente justo lo contrario: que nos amemos a nosotros mismos, que la vida no tiene que ser sacrificio. Y esto me lleva a recordar la historia del santo del día: San Lorenzo.
Este santo, uno de los santos y mártires más venerados en Roma, posiblemente de origen español, era uno de los siete diáconos de Roma, o sea uno de los siete hombres de confianza del Sumo Pontífice, encargado de distribuir las ayudas a los pobres. Su muerte está documentada en el año 258, ajusticiado junto al papa Sixto II durante la persecución de Valeriano.
Ante la petición de las autoridades romanas de entregar los tesoros de la Iglesia, solicita un plazo de tres días para preparar la entrega, y en esos días fue invitando a todos los pobres, lisiados, mendigos, huérfanos, viudas, ancianos, mutilados, ciegos y leprosos que él ayudaba con sus limosnas. Y al tercer día los hizo formar en filas, y mandó llamar al alcalde diciéndole: «Ya tengo reunidos todos los tesoros de la iglesia. Le aseguro que son más valiosos que los que posee el emperador. Estos son los tesoros de la Iglesia».
Obviamente, una actitud así no puede acabar bien y la tortura de Lorenzo forma parte de la leyenda de los santos cristianos.
Otro hecho que me viene a la mente con esta frase es la importancia de la maternidad. Hoy, cumpleaños de mi madre, no puedo dejar de pensar en su maternidad, la de mi esposa o la de mi hija. En cómo las madres reciben ese don especial del Señor para dejar de lado sus vidas y vivir en función de otra vida.
Sin embargo, a pesar del conocimiento desde hace muchos años de que limitar la natalidad es un síntoma claro de una sociedad enferma, hoy masacramos vidas inocentes en pro de una “calidad de vida” que no es más que muerte.
Por eso es importante que nos interroguemos continuamente: ¿cuál es mi tesoro? ¿Dónde está mi vida? Y para ver la respuesta solo debemos escuchar a Jesús, cuando nos dice: «Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón». Y nos aclara, por si las dudas: «No podéis servir a Dios y al dinero»
Es ese poner en Él nuestro corazón el que nos abre la puerta a poder cumplir su palabra. Es verdad que no está en nuestra naturaleza mundana el vivir actitudes de santidad, pero todos los cristianos estamos llamados a ella. Todos en algún momento de nuestra historia hemos visto al Señor, nos hemos sentido llamados a creer en Él, hemos recibido el perdón de los pecados… Y si perseveramos en la fe es porque de ese sí, gracias a su fidelidad, nace nuestra adhesión a su cuerpo místico.
Por eso no podemos lamentarnos, no debemos vivir en la queja continua, ni contra los demás ni contra nosotros mismos cuando nos agobian los problemas, cuando nos enfrentamos a la Cruz, ya que es en esos momentos cuando el Señor está más cerca de nosotros, cuando camina con nosotros. En frase del Santo Padre: «Estemos seguros de que el Señor nunca nos abandona: siempre está con nosotros, también en el momento difícil. Y no busquemos refugio en los lamentos: nos hacen daño al corazón».
Precisamente, en esa certeza radica la valentía del testimonio de la fe. De ahí nace la fuerza que permite enfrentarse al martirio, no ya en el circo, sino en el día a día, ya que los mártires no solo están en las catacumbas y en la historia. Los mártires están vivos, ahora, en todas partes.
Hoy, en el siglo XXI, nuestra Iglesia es una Iglesia a la que se le quiere ocultar. Los poderes mundanos no quieren oír hablar de Jesús, como los Sumos Sacerdotes y fariseos (Hch 4, 13-21), porque ellos tienen muy claro dónde está su tesoro. En muchas partes los cristianos son perseguidos por la fe; en algunos países no pueden llevar la cruz, ya que son castigados si lo hacen.
Pero esta no es una situación nueva, en los Hechos de los apóstoles Pedro y Juan son llamados ante las autoridades y se les invita a callar. Pero ellos «permanecieron firmes en esta fe», diciendo: «Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído». No rebajaron la exigencia de su fe. Debemos ser conscientes que cuando comenzamos a rebajar la fe, a negociar la fe, comenzamos el camino de la apostasía, de la no fidelidad al Señor.
Es por ello que ante el pecado, la nostalgia y el miedo necesitamos mirar al Señor. Es la gracia del Espíritu Santo la que se manifiesta cuando Él nos trae la paz en medio de las dificultades. Como cuando se acerca a sus apóstoles en medio de la tempestad y les lleva la calma, porque solo en el nombre de Jesús está nuestra salvación. Es precisamente Él el que hace los milagros y debemos dar testimonio de esto: Él es el único Salvador.
Es por esta certeza por la que no debemos ser ingenuos ni cristianos tibios. Las propuestas de Jesucristo, como esta de hoy, siempre nos llaman a ser audaces, valientes. Es verdad que somos débiles, pero debemos ser valientes en nuestra debilidad, pues como dice San Pablo: «llevamos este tesoro en vasos de barro»
La confesión de Dios se realiza en la vida, en el día a día; no basta con decir que creemos en Dios; es necesario preguntarnos cómo vivimos este mandamiento. Ya que, en realidad, solemos vivir como si Él no fuera el único Dios, como si hubiese otras divinidades a nuestra disposición. Sin darnos cuenta nos vemos inmersos en la idolatría, que nos llega cuando nos dejamos llevar por el espíritu del mundo, en lugar de por el Espíritu Santo.
Para terminar, creo que lo mejor es recuperar unas palabras del Santo Padre Francisco a los jóvenes del pasado 28 de julio: «No tengan miedo». Cuando vamos a anunciar a Cristo, es Él mismo el que va por delante y nos guía. Al enviar a sus discípulos en misión ha prometido: «Yo estoy con vosotros todos los días» (Mt 28,20). Y esto es verdad también para nosotros; Jesús no nos deja solos. Nunca deja solo a nadie; nos acompaña siempre. Además, Jesús no dijo: «ve», sino «id»: somos enviados juntos.
Antonio Simón