un poco de historia
En tierras marianas, según la tradición, desde la primera mitad del siglo primero del cristianismo, en la antigua Cesaraugusta, Zaragoza hoy, a la sombra de la Virgen del Pilar, se alza el Monasterio Cisterciense de Santa Lucía.
En el siglo XI, el Abad Roberto junto con otros dos monjes (Alberico y Esteban Harding), pertenecientes a la Abadía francesa de Molesmes, fundan el Císter, llamado así porque es el nombre latino, “Cistercium”, de Citeaux, lugar de Francia donde se retiró San Roberto, estableciendo como modelo la Regla de San Benito (siglo VI),
haciendo una relectura de la misma y poniendo como fundamentos cuatro puntos: la simplicidad de costumbres, vivir del trabajo de las manos, la soledad y huida del mundo.
Pedro II, rey de Aragón (1178-1213), primer monarca del Reino coronado y ungido por el Papa (legitimidad papal de la que disfrutarían también sus sucesores), desea establecer una comunidad cisterciense femenina en su Reino. Nace así, en el año 1102, la Comunidad religiosa del actual Monasterio de Santa Lucía, a través de muchas vicisitudes, que lleva viviendo, pues, 808 años de permanente novedad en el encuentro diario con el Señor.
nuestras visitas al Monasterio y a la Comunidad
Es la tercera vez que he tenido la gracia (no digo ni la oportunidad ni la suerte) de visitar este Monasterio y de convivir allí pasando muy buenos ratos de paz, de conversaciones piadosas y, sobre todo, de oración en la liturgia coral. La última ha sido muy recientemente y los motivos que nos han llevado allí, a mí y a mi familia, tienen su raíz en un afecto especial por aquella Comunidad desde hace algunos años y por los frutos espirituales con que volvemos a nuestras casas y tareas ordinarias.
Nosotros tenemos la certeza de que algunos partos de nuestras dos hijas (dos de cada una) han llegado a feliz término gracias a las oraciones de las hermanas de esta Comunidad, cuando los médicos, en algún caso concreto, insinuaban y aconsejaban el aborto, ante un anunciado niño con síndrome de Dawn.
Podría contar algunas experiencias, pero pertenecen a terceras personas y me voy a limitar a algunos retazos que a mí me han impresionado profundamente. Con mucha frecuencia he tenido que oír y, a veces, soportar, conversaciones sobre curas y monjas, poniéndolos a todos (a unos y otras) de vuelta y media y tachándolos de carcas, retrógrados, parásitos y fuera de este mundo; y mire usted por dónde, en eso de “fuera del mundo” coinciden al cien por cien con “mis” monjas de Zaragoza, que, por otra parte, no son ni el único monasterio que conozco ni las únicas monjas de clausura con que he tratado, pero éstas tiene “algo” que a mí y los míos nos ha subyugado.
Seguramente muchos de ustedes están hartos de oír que Fulano o Zutanita, personajes ilustres en el mundo de la política, de la cultura o del arte, o profesionales muy bien preparados y situados (abogados, arquitectos, médicos…) estudiaron y se educaron en colegios de curas y monjas (algunos de notable pedigrí) y no dejan de ufanarse de su agnosticismo, incredulidad o ateísmo, al haberse podido liberar por fin de aquel tipo de educación, cuando menos ñoña… ¡Pues estas monjas no tienen nada de ñoñas ni de tonterías semejantes! Ciertamente las monjas de clausura están fuera del mundo, pero están muy bien emplazadas en él, con los pies en la tierra y con la mente en el cielo, cosa que normalmente no huele la gente que sí está en el mundo: una cosa es estar en el mundo y otra ser del mundo y ellas no lo son porque, como Jesucristo, no son del mundo y tratan, como Él, de vencer al mundo. Si hemos de juzgar por la sobriedad y austeridad de las habitaciones en que nos alojamos los huéspedes, puedo asegurar que las de las monjas deben ser mucho más sobrias y austeras. He observado, por ejemplo, el calzado que llevan y he visto zapatos muy usados: efectivamente, están fuera del mundo.
¿soledad?
Encontrarse con una persona mayor, anciana, que pasa con creces de los ochenta años (por ejemplo, la Madre Abadesa), con una cultura muy notable, con una experiencia muy honda de la vida religiosa, con una conversación de horas y horas sin aburrirte y, sobre todo, con una sindéresis en todos los campos, es algo que no tiene precio y que ya quisiéramos muchos llegar a esas edades con esa “sabiduría de la vida”, de la vida espiritual. Sólo he conocido a otras dos personas iguales, ambas en este caso analfabetas y ya difuntas, cuyo sentido común y sencillez de espíritu rayaba en la simplicidad de los ángeles y daban sopas con honda a tantos que presumían y presumen de sus títulos universitarios. Y echas la mirada por el panorama que nos rodea frecuentemente y se te caen los brazos de desánimo, contemplando tanta gente mayor perdiendo el tiempo en parques y plazas, tantos ancianos y ancianas llorando ocultamente sus soledades por los rincones de sus casas y, abiertamente en muchos de los “aparcamientos” geriátricos, cuando vas a visitarlos.
Y es que la soledad es un orín corroedor que no cesa en su labor destructiva cuando acosa al hombre. “La mayor pobreza es la soledad”, decía una experta en ambas virtudes (Teresa de Calcuta). Y lo cierto es que hoy esta plaga está muy extendida, como otrora la peste, y concome a multitudes de gentes. Algún día alguien tendrá que dar explicaciones científicas sobre la propagación del suicidio. Y una de las consecuencias previas es la enfermedad reina que se agarra al hombre y lo muerde sin misericordia de forma alarmante y progresiva en cantidad y número de gentes y en calidad de trastorno: la depresión. Pero yo tengo que decir que en estas monjas de clausura, cuya vocación las mantiene en largas horas de silencio y soledad, no he visto esos casos ni siquiera de caras largas por la soledad. Alguna vez el mundo tendrá que seguir preguntándose el porqué de esto y puede que llegue a alguna respuesta, que no es otra sino que todo radica en el encuentro diario con el Señor, vivo y resucitado, presente en sus vidas, como el esposo que le da sentido al quehacer cotidiano y, principalmente, en ese trato personal de la esposa de Cristo, en la oración silenciosa y en el canto del Oficio Divino.
¿Se puede llamar soledad a este modo de vivir? No, con toda certeza y seguridad. Ellas saben que hay una maldición bíblica para el que esté solo, “porque si cae, no tiene quien lo levante” (Qo 4,110); saben que por eso el mismo Señor puso remedio desde el principio: “No es bueno que el hombre (ni la mujer, deberíamos añadir) esté solo” (Gn 2,18): estas monjas tienen la comunidad y al Divino esposo. Las únicas cosas que están solas en este monasterio son los árboles de la huerta, los sitiales del coro y bancos de la iglesia, los utensilios del trabajo en los talleres de encuadernación y restauración, los cacharros de la cocina…; pero ¿las monjas?: ¿las monjas están sumidas en ese mismo silencio y soledad? Absolutamente no, viven gozosas en su intimidad con el Señor y eso se nota y se palpa en la conversación distendida con todas ellas en el locutorio (por cierto, sin rejas ni visillos, sino una simple separación), aparte de que ellas tienen también sus horas de recreo y paseo, donde intercambian sus experiencias, comentan sus días de moral baja, sus tristezas, sus disgustos, las noticias buenas y malas de sus padres y familiares, y, ¿por qué no?, sus desavenencias. Se podría decir que cada una vive sola en su comunidad, que no es lo mismo que decir la comunidad está formada por un conjunto de solas, sino que ésta nace de la comunión con Dios y con las demás hermanas: es su forma de vivir el principal mandamiento, el del amor a Dios y al prójimo. Entre otras cosas, porque también tienen una biblioteca bastante nutrida e interesante y me consta que leen mucho todos los días, aparte de estar al corriente de lo más importante de los acontecimientos de este mundo, con algunos programas de televisión y, especialmente, charlas y conferencias propias de la vida religiosa, a cargo de personas externas muy preparadas.Y esto me lleva a la liturgia que se vive y se celebra en el convento. Todas las órdenes religiosas que se remiten a la Regla de San Benito tiene como lema “Ora et labora” (reza y trabaja).
la liturgia
Se puede afirmar, con toda verdad, que las monjas tienen dos oficios: aquel con el que se ganan el pan cotidiano con el trabajo de sus manos y el Oficio Divino, que en este Monasterio de Santa Lucía se vive con sencillez, encanto y devoción. Dejadme que me fije en el Sagrario, que, en la renovación conciliar del Vaticano II, podía ocupar un lugar importante pero no necesariamente presidencial. La primera vez que entré en la Iglesia, vi la lamparita roja indicativa de la presencia, en el misterio del pan consagrado, del Cuerpo de Cristo resucitado, pero no veía el sagrario…, hasta que clavé mis ojos en la lámpara de doce focos (como los Doce Apóstoles) que iluminan el altar; del centro de la luminaria pende una hermosa paloma metálica con sus alas desplegadas: en su interior está el tabernáculo: todo un símbolo jamás visto, en el que el Espíritu Santo es quien hace presente a Jesucristo, entre nosotros, hasta el final de los tiempos. La paloma-sagrario es de plata cincelada, pieza única, pagada con el dinero de los primeros trabajos hechos en el monasterio, ahorrados con tanto esfuerzo como ilusión, en tiempos de penuria en 1967.
Aunque es verdad que en todos los monasterios el Oficio Divino es el puntal que sostiene el equilibrio de la Comunidad y de cada monja, en este Monasterio se celebra, canta y reza, con una fidelidad envidiable, por encima del resto de todas las ocupaciones. Ellas mismas dicen, hablando de su propia liturgia, que “el Amor canta. El canto del amanecer, el canto del mediodía, del atardecer y el de la noche, es canto de amor que adora, alaba, agradece, suplica e intercede”. Además, “escuchar la Palabra es salir al encuentro de Aquel a quien se ama, entrar en el silencio interior y morar cerca de Él” (es la “lectio” o lectura divina).
Tienen un sentido litúrgico multisecular, potenciado últimamente por la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II. Se entusiasman cuando me dicen que ya desde el inicio de cada hora del Oficio Divino, simplemente con el “Abre, Señor, mis labios” o “Dios mío, ven en mi auxilio”, se transportan a la liturgia celeste y se zambullen en la alabanza. Lo cuentan y lo viven, porque saben que la “liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Cristo” (Sacrosanctum Concilium, 7).
el trabajo manual
Y ¿qué decir del oficio manual? Por lo general casi todos los monasterios tienen su huerta, donde trabajan todas indistintamente, como ocurre con el servicio de cocina y limpieza de lugares comunes; luego, cada monasterio tiene alguna particularidad (son conocidos los productos de pastelería, dulces, turrones, licores, etc., por no hablar de las grandes obras culturales transmitidas por los monjes). Aquí, aparte de la huerta (de la que probamos sus frutos al final de este verano) tienen una especialidad eminente: un taller de encuadernación y restauración de documentos, pergaminos, libros y legajos antiguos, que requieren, aparte de unos estudios y conocimientos específicos, unas habilidades muy poco extendidas en el mundo de la artesanía. Por sus manos han pasado y pasan documentos muy singulares y de valor incalculable, que recobran su esplendor original gracias a la labor paciente y minuciosa de estas monjas, como lo atestiguan multitud de ejemplos. Por supuesto, no falta la monja cualificada universitariamente y reconocida por las autoridades competentes para validar y certificar las operaciones de restauración. Para estas monjas su “trabajo es una forma de oración. El trabajo, animado por el amor a Jesús, colabora en la obra creadora del Señor e irradia su Belleza. El más pequeño de los trabajos es un amoroso canto de alabanza. No será verdadera monja si no vive del trabajo de sus manos”, como dice la Regla de San Benito.
Más de una vez he preguntado a la Madre Abadesa si hay alguna monja enferma, porque había visto algunas muy mayores (hay también jóvenes) y no les ha faltado hace un par de años algún caso de Alzheimer, que han vivido (soy testigo) con gozo y alabanza a Dios. “No, no hay nadie que tenga que guardar cama; todas, incluso cuando padecen algún achaque, no dejan de asistir a todo, incluso al trabajo, aunque no puedan hacer nada en esos días”, ha sido la respuesta.
No puedo evitar en este punto hablar de la pintura. Forma parte de la Comunidad una monja pintora, de fama nacional e internacional: sus cuadros, cuando expone, se los quitan de las paredes en breve tiempo, porque su arte es especial: pintura con espátula. En general todos los pintores pretenden atrapar la luz (me vienen a la mente algunos, por ejemplo, el holandés Johannes Vermeer, del siglo XVII, y nuestro Joaquín Sorolla). Esta monja pintora (no la nombro por no molestar su modestia, pues ella misma se considera una más entre todas las de la comunidad y, supongo, que muchos intuyen a quién me refiero) tiene una inspiración que nace de lo alto, porque la luz siempre viene de arriba: ha captado que “Dios es Luz” y es ésta la que aparece en sus cuadros, como una chispa escapada de la Esencia divina.
una invitación
Decía San Juan Bosco que el mejor premio que Dios concede a una familia es un hijo sacerdote. Creo que hay que completar el pensamiento: también es premio, una gracia divina, una hija religiosa o monja.
Si alguna de vuestras hijas o si tú misma, joven que lees estas páginas, está pensando en definir tu misión en esta vida, si acaso crees que el Señor te llama por otro camino, si sientes deseos de llenar tu vida de otra manera, el Monasterio de Santa Lucía te ofrece la oportunidad de dilucidar tu vocación. Podrás conocer su vida más de cerca y, si lo deseas, no te faltará una ayuda para discernir dónde te llama el Señor , que te espera y te ama:
Monasterio de Santa Lucía
Maestre Racional, 17
50009 Zaragoza (España)
Teléf.: (0034) 976 561 484
www.monasteriosantalucia.com
mstalucia@telefonica.net
Cuando en esta última visita volvíamos a casa, una nieta pequeña de menos de dos años y medio que también vino con nosotros, nos decía: “Tengo muchas amigas monjitas”.
A ellas nos encomendamos todos los lectores de Buenanueva.