Acabo de tropezar con escritos de un antiguo sacerdote, que sigue auto titulándose teólogo apoyándose en una premisa no sé si inventada por él o copiada del viejo maniqueísmo: la religión, en cualquiera de sus manifestaciones, es una anticuada y vulgarizada forma de entender la propia espiritualidad, fenómeno a desarrollar por cada uno de nosotros a la luz de la marcha de los tiempos y según nuestro saber y entender sin parar mientes (eso ¿porqué?) en valores que pueda dictarnos una conciencia orientada por tal o cual doctrina religiosa.
Luego he leído que dejó de ser sacerdote para ahondar libremente en la dimensión espiritual de todo lo real, de lo que, según sus apuntes, el hombre no es más que un simple portavoz, que, gracias a la ciencia, ha descubierto que lo espiritual “es localizado” por sus efectos físicos sobre lo material. Para llegar a tan peregrina conclusión, dicho auto titulado teólogo, saca a colación los novedosos apuntes de la física quántica; los mismos que, a juicio de los expertos, no son más que nuevos caminos para ahondar en los secretos materiales de la propia materia, hoy por hoy, aun resistente a revelar lo más elemental de ella misma.
Aunque lleguemos a la conclusión de que el principio de la energía que mueve todo lo existente es de raíz espiritual, sin perdernos en divagaciones en un terreno que, hasta hoy, los expertos en el asunto no han sobrepasado los primeros pasos, a los cristianos de a pie, que tomamos nuestra fe como guía para desarrollar nuestra vida en amor y libertad a la luz del Maestro Divino, que dijo verdad y todo lo hizo bien, se nos ocurre preguntar: ese principio, que el sabio y místico Teilhard de Chardin ya veía en “lo infinitamente complejo, infinitamente pequeño e infinitamente grande” ¿de dónde viene? ¿Quién lo produjo y mantiene?
Aristóteles, reputado como el más grande de los sabios laicos de todos los tiempos, para responder a esa cuestión hace ya veintitantos siglos, apuntó la existencia de lo que llamó “Motor Inmóvil” como propulsor de lo pequeño y de lo grande hacia la realización de los respectivos destinos.
Al respecto, leemos en primera página del Libro Sagrado: “Dijo Dios: Haya luz y hubo luz” (Gen. 1,3). Es el mismo Dios (muy superior al “motor inmóvil” de Aristóteles) que prometió al patriarca Abraham: “Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido tú mi voz” (Gen. 22, 18). En razón de ello, “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn. 1, 14).
Realizada la “Gran Promesa”, se llegó a la “Plenitud e los Tiempos” y la Buena Nueva fue progresivamente abriéndose camino a lo largo de la historia hasta llegar al día de hoy en que cualquier invento modernista no podrá prevalecer más allá de lo que dura la rebelión de tal o cual inconsecuente tendencia contra el poso de religioso compromiso que pervive entre las personas de buena voluntad, las mismas que saben muy bien que, para el bien de la Humanidad, es decir, para el mejor vivir de todas y cada una de las personas que pueblan (poblamos) el ancho mundo, lo farfullero y modernista está muy por debajo del legado del Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, que todo lo hizo bien en su paso por la Tierra: «Se conocerá que sois discípulos míos (practicantes de la verdadera Religión) en que os amaréis los unos a los otros”.
Antonio Fdez. Benayas.