«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte; tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero, y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo». (Mt 5, 13-16)
Se me ocurre una reflexión acerca de la misión de la Iglesia que, como bien sabemos, es primordialmente el anuncio del Evangelio hasta los confines de la tierra (Mt 28,18-20). Sabemos cómo, a lo largo de todas las Escrituras, Dios, para hacer su obra, escoge, se fija en hombres y mujeres no muy dotados en lo que respecta a capacidades humanas. Recordemos, por ejemplo, a Moisés y su incapacidad para hablar en público (Ex 4,10). También a Jeremías, que apenas es un muchacho cuando recibe la llamada a profetizar en nombre de Yahveh. No digamos ya de los pescadores de Galilea… Siendo así las cosas, ¿cómo es que los discípulos de Jesús enmarañamos tanto nuestra misión apuntalándola con mil miramientos humanos?
Por supuesto que toda misión —y más aún si esta se lleva a cabo en el tercer mundo— necesita de sus medios apropiados a todos los niveles. El problema acontece cuando tanto los medios empleados como las estructuras llegan a sofocar lo primigenio de la misión, cuando se deja de lado el crecimiento espiritual del hombre, incluido el de los propios enviados. Jesús vio claramente este peligro y nos alertó con estas palabras: “No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte; tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín”.
Fijémonos bien que el Señor Jesús no nos está hablando en contra del dinero en sí, y, por supuesto, tampoco en contra de los medios necesarios para desarrollar nuestra misión evangélica. Bien sabe que todo ello es necesario.
Primero, pues, la misión, la razón de nuestro ser enviados, esto es lo primero y también lo segundo y lo tercero, que lo demás, todo lo demás, Él nos la dará por añadidura… con normalidad, sin necesidad de afanarnos ni agitarnos. Nos lo dijo también en el Sermón de la Montaña (Mt 6,31-32). Claro que en esto no sirve la teoría sino la práctica. La fe, esta fe adulta nace de la experiencia de haber probado que sí, que es verdad esta solicitud del Señor Jesús con los suyos.
Antonio Pavía